Por Luz Helena Cordero Villamizar
La poesía en sus orígenes como epopeya fue la voz elegida para contar y transmitir los acontecimientos, reales o ficticios. Para Aristóteles era claro que su misión no podía ser representar el pasado sino imaginar lo que podría suceder, sugestiva condición que ya antes le había costado a los poetas la expulsión de la República de Platón y con ello la conquista del reino de la imaginación y la creación. Decir imaginación no es levitar en la nebulosa, es hacer de la imagen una acción poética, es traspasar un universo de sentidos y de símbolos para impactar la realidad, es tejer el pensamiento y el sentimiento.
Cómo explicar la persecución a las ideas en los regímenes totalitarios, la censura y la imposición del silencio, la práctica de medidas inquisitoriales como la quema de libros, la cárcel o la condena a muerte por creencias, ideas o discursos, los juicios contra personajes literarios… si no es por el temor a la fuerza de las palabras que con su carga semántica, imaginativa, con su cuota de memoria, develan realidades que pueden estremecer, con-mover el mundo.
El compromiso del poeta es con su sensibilidad reveladora, potenciadora, confrontadora, es con la estética de la palabra. El poeta no se conforma con lo dado, siempre está en la búsqueda, resiste al crear y crea en tanto resiste. Se ha dicho que es un vidente, un iluminado, y aunque estos sustantivos definen muy bien la esencia del que ve más allá de las apariencias, me resulta más humano verlo como el gran implicado, el permeado por el mundo.
La poesía está en las manos que moldean el barro y en el barro mismo que reclama su voz…
Imagen tomada de la película “El caballo de Turín” Director: Béla Tarr, Hungría, 2011.

EMILIA AYARZA
(Bogotá, 1919 – Los Ángeles, 1966)

JUAN MANUEL ROCA
(Medellín, 1946)

CÉSAR VALLEJO
(Santiago de Chucu, 1892 – París, 1938)
A Emilia Ayarza le debemos el coraje de la palabra que irrumpe en un mundo hostil. Hostilidad proveniente no solo de sucesos que caracterizaron su momento histórico sino de condicionantes sociales de género, por lo que significaba ser escritora, mujer pública, mujer deliberante, en un tiempo en que la condición femenina se marginaba al espacio de la familia y se identificaba con actitudes de pasividad y sumisión. Su fuerza, su discrepancia permanente con el mundo que la rodeaba y que quiso ignorarla o silenciarla, es un legado de honor para las poetas de hoy y para las venideras. Ese llamado suyo a la sororidad, a la solidaridad entre mujeres, hoy más que nunca es necesario.
Si con algo podemos retribuirla, si de algún modo podemos agradecer la trocha que nos abrió, es a través del conocimiento y la valoración de su obra. Esto aplica también para sus contemporáneas como Matilde Espinosa, Maruja Vieira, Meira Delmar, entre otras. Es un lugar común decir que los poemas y los poetas buscan sus lectores y su tiempo, que escritoras como Emilia se adelantaron a su época. La idea de Jorge Luis Borges, según la cual hay autores que crean a sus antecesores, es muy sugestiva y aplicándola a este caso podríamos pensar que algunas poetas actuales han logrado dar nuevamente a luz a Emilia Ayarza, con sus versos y con sus apreciaciones críticas. Carolina Dávila encuentra ironía y “fuerza meteórica” en su voz. Fátima Vélez destaca la poética política, lo múltiple, su palabra “impura, contaminada”. Francia Goenaga encuentra en ella la totalidad del ser femenino, “la alquimia entre la naturaleza y la palabra”.
En “Carta al amado preguntando por Colombia” nos sobrecoge la voz lírica que cuestiona la violencia universal y particularmente el horror presente en la historia de este país. Esa confrontación hoy nos cae en el centro del dolor e ilustra la vigencia de la palabra poética que cuando dice hoy también logra decir mañana o siempre. Vigentes y pertinentes son también sus desgarradoras preguntas sobre si Colombia “es la Gran Capital de las Tinieblas”, “si se han muerto todos los hombres de mi tierra”, o “cuántos niños le han robado a la muerte”…
Despreciar las fronteras, las categorías que idearon para separarnos y enfrentarnos, es un acto de resistencia. “El universo es la patria” no hace concesiones, en el poema habla un ser de identidad cósmica, una voz crítica con las escisiones y con las pobres maneras de clasificar el mundo. Urge también el énfasis que pone en su ser femenino. Habla una mujer “con el sistema solar bajo la dermis” que se atreve a reclamar a los “hombres que nunca hicieron nada”, utilizando imágenes y construcciones gramaticales novedosas.
CARTA AL AMADO PREGUNTANDO POR COLOMBIA
Te escribo, amado,
solitaria de ti, huérfana de tus palabras lisas,
como una cosa perdida al frente del silencio,
como uno de esos perros que señalan el sitio de los campamentos
donde nadie sabe si es libre o tiene hambre
o si su piel fue antes que sus huesos.
Te escribo aquí, a diez mil kilómetros de ti,
sin saber si mis palabras lleguen a tu boca,
sin saber si aún eres mi esencia, mi abrazo fértil,
la sien que me confirma;
si aún eres el mío, el milagroso, el único,
el que tuvo mi llanto y lo retuvo
mientras el tren edificó mi viaje.
Te escribo desde aquí, donde le digo a mi tierra en otra lengua,
y las gentes van ausentes en el oro
por debajo de lo alto y de los sueños
hacia un sitio que no entiendo ni comparo.
Nueva York es un inmenso túnel desbordado
donde hay un cielo pequeño autorizado
sólo a penetrar como un ladrón entre los edificios.
Nueva York es un valle de autómatas
que caminan con el futuro del mundo sobre el hombro
como serie de mulas somnolientas
con su fardo de leña a las costillas.
Nueva York es un gran esqueleto iluminado,
es un mundo de ventanas sin paisaje,
es un poco de hombres angustiados,
es la casa de nadie, es la calle de todos,
es el niño robusto, el corazón vacío,
el reino de la acelga y la espinaca
y la etapa final de la ternura.
Te escribo también pisando Francia
donde el pasado es la muerte del presente
y el hambre está pegada a las postales
como una estampilla milenaria y triste.
París tiene el rostro de bruces en el Sena
y busca en el fondo su verdad de ayer.
Mi carta te busca desde el África
donde millones de bestias amarillas
juegan su papel humano
mientras conocen el infierno anticipado
a través del breve mirador de sus termómetros.
Desde Berlín donde las fábricas
de nuevo dan a luz bebés de porcelana
y los genios son fantasmas de piedra en los escombros.
Y Viena en el crepúsculo y Coímbra desnuda contra el mar
para que sepa Portugal que es casta.
Desde Londres te escribo amado mío,
contemplando cómo cuelga la niebla de la Torre.
Te escribo desde España, abuela decaída,
con los sueños de punta entre las panderetas,
la lengua en el pan envenenado
y los hombres desnudos esperando
la plaga que no se consumó en Egipto.
Y desde Roma, donde el Dios de los que creen
es ya casi un fetiche negociable
y el oro es un río subterráneo
que nace en las manos de los pobres
y muere en el arco triunfal de las basílicas.
Desde Suecia y Noruega yo te escribo.
Lejos de los ríos de mi patria,
Magdalena, Cauca, Amazonas, Putumayo,
cuyos nombres se levantan de la tierra
por no teñir de sangre sus claros lechos de vírgenes guardadas.
Lejos de los campos de Colombia donde abonan los trigos y el café
con irredentos fetos campesinos.
Lejos de los cerros y las calles de Bogotá,
que custodian el llanto de los hombres
para guardar lo único libre que les resta.
Ahora mismo lloro, amado mío, ahora cuando escribo y te pregunto
qué se hizo mi patria, esa colmada de niños y montañas, de maíz creciendo,
de paz y de café.
Dónde mi Colombia verde en panes de esmeralda repartida.
Dónde mi cerro Guadalupe, cuya punta sostiene el firmamento.
Dónde el petróleo
cuya oscura flor decora el ojal del extranjero.
Dónde y adónde Cartagena -la del amante sabio-
la que en sus flancos cotidianamente
recibe el salobre homenaje de su lengua.
Y qué de Cali donde la sangre se midió en las calles
como en vasijas de cemento tibio.
Y qué de Tunja, la del frío colonial en las esquinas,
la de la historia en los clavos de las puertas,
la que anula ahora a los hombres verdaderos
en el pentagrama mortal de sus presidios.
Respóndeme por Cúcuta, donde abrieron el vientre de las madres como frutas.
Por Antioquia de Titanes, de mujeres treinta veces paridas,
donde la tierra es como el cielo; cuajada de estrellas milagrosas.
Por esa donde ahora en las plaza de los pueblos
levantan contra Dios y el infinito patíbulos de sangre.
Dime, amado mío, algo sobre Pasto, sobre Santa Marta,
donde los muertos se trepan por las bananeras
a recorrer su silencio y la bahía.
¡Di qué fue de los Llanos, donde arrancaron los hijos y las uñas de las madres,
de los Llanos Orientales, donde el sol y los varones
alcanzan su máxima estatura!
Si aún tienes saliva, ponte de pies, amado mío, y respóndeme.
Porque soy yo, una simple mujer quien te pregunta
si ese tiempo de hoy por el que ahora creces
es la muerte en el compás del tiempo
o el terror sin boca ni labio que lo nombre.
Respóndeme si se han muerto todos los hombres de mi tierra,
si mi tierra es ahora un gallinero nauseabundo
o si es que la sangre vertida
acostumbra el corazón y las pupilas.
Dime qué hacen con las venas hinchadas,
en qué bandera tienen puestas las manos,
hacia qué horizonte dirigen la mirada,
en qué universidad se estrechan los muchachos,
en cuál fábrica protestan los obreros,
cuántos niños le han robado a la muerte,
qué cosecha mutilada ha perseguido el fuego,
cuál campesino viudo ha ensartado en la voz una blasfemia
y cuántas hijas y hermanas tienen aún virginidad.
Porque cuando la distancia me borró a Colombia,
aún quedaron tras de mí los hombres
por los que ahora, desde aquí, me empino y te pregunto.
Habrás olvidado amor mío -tú- la voz de abismo de tu abuelo
cuando en medio del temblor de sus manos y la tarde
te contaba las veces que sin armas, cuerpo a cuerpo,
vio llegar hasta su piel la muerte.
Lo habrás olvidado, sí. Porque ahora inerte,
te recuestas impasible contra el crimen
y te duermes en la herida de tu patria como una inmunda mosca.
Qué se hizo la sangre con que te engendró tu padre.
¿Qué la leche del seno de tu madre
y qué la vergüenza que legó tu abuelo?
(Respóndeme que sólo los niños conocen las revoluciones
desde sus armas de aluminio y celuloide).
Nuestros hombres claudican y se amarran los gritos en el cuello.
Nuestros hombres entierran los cadáveres
y se sientan luego a repartir el pan
que el moribundo no pudo aprovechar.
Ya no hay bandera que levante poros,
ni causa que merezca capitán.
Los que no abandonan la jornada en busca de otros cielos y otras aves,
reciben el pan contaminado o se tapan la boca de silencio.
Los que escuchan cómo crece la angustia de los presos
-como una mala espuma-
cómo el vicio los cubre como sarna, cómo los hogares se derrumban,
cómo nadie sabe por qué ni su motivo. Y cómo la justicia
-celestina entecada- no recibe en su lecho repetido.
Yo te amo y me doblego. Te amo y me deshago en llanto.
Te amo y me desgarro. Te amo y me consumo poco a poco.
Te amo y te desprecio.
(Veo pasar a un niño y pienso lo que habríamos descubierto.
Sin embargo tu faro me aísla en absoluto
y soy descontinuada para que nunca me halles entera en las demás mujeres).
¡Ay! mi patria está sola,
como está un hombre entre las multitudes.
Dime si ya debo pregonar desde la más alta columna del planeta
que Colombia la tuya, la mía, la nuestra,
es la Gran Capital de las Tinieblas.
Amado mío: es la última vez que así te nombro. Te renuncio.
Mi vientre no será para tus hijos. De mi carne saldrán para mi tierra hombres.
¡Y esperaré con las entrañas limpias
la potencia del hombre verdadero
que conciba conmigo el hijo universal, el patriota, el varón,
mientras vuelve -dulcemente- a cantar mi patria entre los ríos…!
***
Tomado de: “Emilia Ayarza. Antología”. Magisterio Editorial, Bogotá, 2020.
EL UNIVERSO ES LA PATRIA
Yo soy esta mujer ancha de cuerpo
hormonal, de frente.
Esta mujer con el sistema solar bajo la dermis
con las extremidades, los bronquios y la pluma saludables;
esta mujer que le corta las venas al silencio
para fluir desesperadamente.
Yo soy esta mujer ancha de cuerpo
esta mujer que no cree en los límites ni en los idiomas
que no cree en cuatro docenas de himnos nacionales
ni en determinados colores de bandera.
Esta mujer que respira con aire general
que establece la canción humana
el hermano mundial
el hombre cósmico
el niño incoloro
y una sola bandera
blanca como la sal de los enanos
blanca como la córnea de los negros
blanca como los huesos de los blancos
blanca como la leche que toman los lapones
colectivamente blanca
decididamente blanca.
Yo soy esta mujer ancha de cuerpo
que vive en medio de la raza humana
que llora a veces lágrimas de Argelia
o se sacude al compás del estertor de Chile.
Esta mujer que se desvela en El Congo
que tiene hambre en La China
que ostenta si cerrar la cicatriz de Pearl Harbor
que pierde el sentido y la noción
ante la cesárea que descuaja
el dorado vientre de Berlín.
Esta mujer que pertenece al dominio de la luna de Moscú
que tiene la serena languidez de Suiza
el color de la melancolía de Colombia
o el escándalo gris de Nueva York.
Esta mujer propietaria del mar, de la tierra,
del cielo, del viento y las estrellas
esta mujer que besa en la boca a los mudos
que llora por las cuencas de los ciegos
que grita por el cáncer de los hombres
y dispersa una sinfonía entre los sordos.
Esta mujer llena de amor
que le fluye por los dedos de la mano
por los hilos del cerebro
por la madeja del pelo
por la leche de los senos
por la cal del esqueleto.
esta mujer llena de amor por el odio y la vigilia.
Por la muerte y el aborto.
Por la madre de Imbécil.
Por el hermano de Mediocre.
Por el padre de Anormal.
Por el hijo de Asesino.
Por la novia de Impotente.
Yo soy esta mujer ancha de cuerpo
hormonal, de frente.
Esta mujer con la risa grande y los dientes de frontera
declarando definitivamente
desde el amoroso territorio de su corazón
¡El Universo como Patria!
***
Tomado de: “Emilia Ayarza. Antología”. Magisterio Editorial, Bogotá, 2020.
JAULA DE ESPEJOS O LA CONCIENCIA DEL HOMBRE
Les quiero hablar a los hombres que nunca hicieron nada.
Y tengo tantas cosas que decirles
que al pensar en el tiempo
veo un tramo de arena en la memoria
como un pueblo amarillo y numeroso
rodando por las odres del vacío.
Antes de oscurecer les quiero hablar.
Les quiero hablar
trepada sobre los temporales
diluyéndome en el sótano
cayendo como un tifón desintegrado
cargada con un costal de decimales fríos
dígita y tremenda
con la proa de baba
y una clara maqueta de cocuyos
para salpicar con oro sus tinieblas.
Les quiero hablar inmensa
con mi cuerpo de sismógrafo y antena
con mi collar de excrementos ovejunos
y el tamaño oceánico de mi matriz.
Les quiero hablar
sin mirar para atrás para que el asco
no les colme el espacio que su cuerpo desaloja.
Les quiero hablar y preguntar
qué tren de carga los dejó en la vía
qué botella los tiró a la playa
de qué éxtasis nacieron
cuál grito les colocó el sexo en el embrión
o en qué río escatológico y profundo
naufragaron sus barcos de papel.
Les quiero preguntar
qué hicieron con la suma de los espermatozoides
con el alimento que tomaron del pico de las cumbres
con los fibromas que atacan la conciencia
con el arriendo del mar
con el cuerpo —que es la puerta del hombre—
y con la muerte
que les puso en la mano su cebolla interminable.
Hombres que nunca hicieron nada:
Respondan uno a uno
a dónde se columpia la tarántula del tiempo
en qué sitio se desnudan las naranjas
cómo se canta el memorándum del pobre,
cómo se metió la lengua en el sabor del mundo
y en qué momento se instaló el rocío
entre la hierba genital y obrera.
La tierra les pregunta
si no les empapó la carne de sustancia,
si no les hizo escritura de todos los caminos
si no les enseñó la lentitud de un minuto en la penumbra…
El sudor no solamente es para el viento
que humedece la frente de los trigos.
Nuestra casa no debe estar pegada a nuestros pies
ni la vida es una lombriz intestinal.
¡No! Hay que abarcar el universo,
hay que tener la dimensión perfecta
para que comiencen por nosotros las medidas.
Hay que prender como botones
los ojos al pecho de la tierra.
hay que danzar como las cabras,
hay que romper el silencio en que las ratas
dirigen orquestas de queso en los suburbios.
Hay que llenar de células el territorio
usar la misma talla del sol
y si es necesario —como el toro—
rebosar un millón de cálices de sangre
¡para que rompan a aplaudir hasta los muertos!
No era suficiente crecer y vomitar.
Poner nuestro mojón enflaquecido o gordo
para kilometrar la estupidez.
Legar nuestra piel de anónimas estatuas
a la yesca gelatina del gusano;
sentarnos sobre el cosmos primigenio
como un vendedor a quien le aprietan
el alma y los zapatos…
Había que coleccionar omnipotencia
había que tener metalurgia entre la sangre
había que borrar un día con llanto (como fue mi madre)…
había que ser inmortal
había que hacer un alto de diez mil años en el tiempo
y saber a ciencia cierta
¡que somos primero y ante todo!
Era necesario gritar nuestro escándalo verde.
Mostar nuestras vetas de columna.
Los alamares de todos nuestros ganglios
reventar el brazalete de las constelaciones
duplicar en nuestros senos el paisaje lácteo
y de pronto una mañana
—de esas mañanas que no tienen importancia—
contarle tantas anécdotas al árbol
que se estallen de risa los cerrotes…
¡Silencio! para aquellos que no encontraron los gerundios.
¡Silencio! para las manos que sólo colgaron de las fuentes.
¡Silencio!
para los que no comenzaron a caminar desde su madre
hasta abrirle la boca a los volcanes.
¡Silencio! para los que no han puesto el álgebra a marchar
para los que no han emitido un punto ni una raya
para los que oscurecen por las lianas.
¡Silencio! para los que aman sin extrema unción.
Para los que no son capaces ni siquiera
de estar alegremente muertos!
¡Requiem! para los mediocres
cuyo censo acusa
un trillón de habitantes
en las sienes de su pesebrera…
No. No era saltar de la placenta al diccionario.
No era llenar de agujeros los ojos de los edificios.
No era dirigir la sazón a los buitres.
No era defecar y sucumbir.
Era dejar que se levantara el médano desde nosotros.
Era bostezar más allá del lentiscal.
Era fecundar las piernas de la tierra
para que salieran hombres de la naturaleza.
Era saber que nos hicimos solos
y que nada ni nadie, nos entregó esa jaula de espejos movedizos
por donde una especie de harinegra se pasea
como un duende por el esqueleto.
Era no caminar desnudos adentro de nosotros mismos.
Era no morirse antes de tiempo
como Emilia Ayarza se clavó en la sombra
antes de haber escrito una palabra
que marcara por siempre su memoria
¡sobre el anca veterana de los tiempos!
***
Tomado de: “Emilia Ayarza. Antología”. Magisterio Editorial, Bogotá, 2020.
Desde sus primeros libros Memoria del agua (1973), Señal de cuervos (1979) y País secreto (1987) hasta sus últimos poemas inéditos, Juan Manuel Roca conjuga una voz poética excelsa en su elaboración y belleza, con una postura política profundamente crítica y reveladora de esa realidad llamada Colombia. Roca, mago en metáforas, analogías y juegos verbales, cuenta, desnuda y re-crea este momento histórico y se regodea en imágenes que nos representan y que empiezan a formar parte del imaginario colectivo. Muchos versos suyos ya están tatuados a la piel de las generaciones, como aquellos de las mujeres que “son capaces de coserle un botón al viento”, los de la estatua de bronce al asesino, su carta “puesta en el buzón del viento”, o la canción del que fabrica los espejos: “al horror agrego más horror, más belleza a la belleza”…
El poeta nunca ha ido a la guerra, ni falta que le hace, pero sabe desde niño que ya está en la guerra y denuncia su jerga salvaje y su danzón de las pistolas. Roca teje sus versos con la lucidez del cronista y con la magia del asombro, sabe ver el alma de las cosas y descubrir que en este país “crecen la rabia y las orquídeas por parejo”. Su obra es múltiple, ancha, auténtica y nuestra. Resalto su palabra insumisa, mordaz, su humor negro como trinchera, su ironía, su crítica permanente contra el establecimiento. Le escribe al pobre diablo, le hace la biografía a Nadie, ese “pequeño cónsul del olvido”, da lecciones ácratas, procura mantenerse lejos de los tibios y dice que cuando sea grande aspira a ser anarquista.
Roca dice que “Libertad y poesía son dos palabras siamesas: la una conduce a la otra y difícilmente se pueden separar para que tengan vidas escindidas. A no ser que al enunciarse se trate de una falsa libertad, como la que está casi siempre en labios de carceleros y liberticidas, de una parte, y de la impostación poética, de otra… Soy de la idea de que mientras persista la imaginación, la capacidad de fabular más allá de la espesa nata de la uniformidad y el gregarismo, mientras la poesía sea arena y no aceite en las maquinarias ideológicas y cerradas de un mundo sin matices, el hastío, el miedo y la miseria, ese trípode en el que se monta la visión del mundo actual, no extenderá del todo su aire espeso, el agujero negro de la satisfacción y el aturdimiento colectivo que tanto exaltan los tartufos… Creo en los poetas de la intemperie, en los que no sufren la claustrofobia de su mundo intimista, en los que tienen al mismo tiempo que muchas reflexiones y lecturas, un tramado de calles, de retículas y trazados por los que transitan los hombres.”
Estos poemas dan muestra de la potencia de las palabras y de la ironía poética. El primero se refiere a los deseos incendiarios que pueden provocar los libros. El segundo traza con belleza una radiografía tenebrosa de nuestra realidad. En el tercero hay algo de nosotros: todos alguna vez hemos sido ese “pobre diablo”.
DEL JEFE DE LOS BOMBEROS AL SEÑOR MONTAG
Deberá aprender
Que los libros arden a 451 grados Fahrenheit
Y a repartir el fuego entre sus folios,
Señales de vida que simulan los hombres.
De regreso a casa, recordará que sus historias
Son escritas con ceniza y voces calcinadas.
Tendrá que trocar manguera y riego en lanzallamas, el agua en fuego,
Como los grandes sacerdotes que atizaron ascuas
En la noche que trepaba los muros medievales.
No debe dejar sin su ración de llama ningún libro
Por pequeño y discreto que parezca,
Puede ser una trampa para atrapar desprevenidos, para cazar insomnes.
Como el lacre derretido, los libros sólo dejan
Manchas rojas en la memoria, fantasmas en ronda.
La historia antigua,
Los miles de muertos clasificados en las bibliotecas
Son legiones de náufragos perdidos de rumbo.
¿Cuántos dieron la vida por su engañosa belleza,
Cuántas consejas se escondieron en sus lomos
Para celebrar mañanas huidizas y falsos profetas?
Queme los diccionarios,
En ellos se oculta un arsenal de rebeldías,
Enterradas municiones disfrazadas de ensueño.
Vigile que las chimeneas no esparzan al viento esquirlas de palabras.
Incendie sus novelas, sus piezas dramáticas,
Sus libros de viaje, sus tratados de ornitofilia,
Sus volúmenes de arquitectura y otros puntos de fuga
Que ocultan entre líneas su linaje de árbol.
***
Tomado de: “Silabario del camino. Poesía reunida 1973-2014”. Confiar y Letra a Letra. Bogotá, 2016.
MONUMENTO A LOS DESAPARECIDOS
Pienso en los talismanes
Que dejaron olvidados en un saco,
En las camisas colgadas que revelan sus formas
Como si fueran los vestidos
Del vestido de sus huesos.
Hago un inventario de vacíos,
De barcas que encallaron en la niebla.
Si es arte de magos esfumarse
Al doblar una esquina, ¿ellos son magos?
Si la música es de la misma materia del silencio
Son música inaudible, ¿un aire escondido en el aire?
¿Son cuerpos desobedientes,
Renuentes a llenar de nuevo un espacio,
A seguir redactando minutas,
Saludando al vecino y preparando en el espejo
La cara de ir al trabajo y de volver a casa?
Si las suyas fueran artes encantatorias
Podríamos dejar abiertas las ventanas
Esperando a que vuelvan
Con sus sombreros de copa y liebres en las manos,
Al final de una función de despedida.
Los parientes se agolpan en las morgues,
Husmean en los hospitales
Que respiran a un ritmo entrecortado,
Miran sus rostros pasar como las horas
En las nerviosas rotativas de los diarios,
Así como algunos buscan hombres con linternas
Y otros buscan su amor
En la oficina de objetos olvidados.
Sin darnos cuenta se llevaron
Con ellos un trozo perdido de la ciudad:
La calle ciega a la que nadie quiere regresar,
Un pedazo de aire que espera que lo habiten.
No son fantasmas. No son endriagos
Enredando hilos en la sala de costura,
Hijos de la niebla al despunte del día.
Una vieja canción que suena al paso
Nos hace creer que los encontraremos,
Infieles al llamado de la casa,
Con sus zapatos de baile muy lustrosos
Al regreso de otra ciudad que han hecho suya.
Pero la canción termina,
O se trueca en bajo fondo.
No importa que sean
El pan sin levadura de las estadísticas,
Vagas historias registradas en el libro de pérdidas.
Aún tienen su radio en el mismo punto del dial,
Un amor en algún lado,
Una palabra a punto de ser pronunciada.
¿Si volvieran tras décadas de esperarlos
se reconocerían
En los retratos pegados en los muros,
En los carteles amarillentos de las comisarías,
En los lienzos que llevan en las marchas,
En los recortes de los diarios atrasados
Que guardan entre fotos sus parientes?
En el vaso de la noche están sus huellas.
Algunos huyeron de sí mismos
Tocados por la sombra,
Otros fueron subidos en carros fantasmas
O llevados a empellones al vacío.
Todo esto me asalta cuando el alcalde la ciudad
Con su cara de Pierrot,
Con su rostro transido a la salida del Museo de Arte,
Le pregunta a un escultor con qué materia levantar
Un monumento a los desaparecidos,
Que sin ser sólidos, como los días y como Dios,
También se esfuman en el aire.
***
Tomado de: “Silabario del camino. Poesía reunida 1973-2014”. Confiar y Letra a Letra. Bogotá, 2016.
AL POBRE DIABLO
Al hombre anclado en la esquina del olvido, al hombre escupido por viejos matones de barriada,
Al jubilado de sí mismo, al muchacho humillado que se esconde detrás de su acuosa mirada,
Al que estorba en la fiesta de los audaces, a los que no han tenido oficio conocido y no podrían balbucir el retrato hablado de su madre,
A los que siempre parecen estar en otra parte, al que escapa de las miradas cuando lo buscan en el parque como pasto de burlas,
Al confinado al cepo del silencio en la ronda nocturna de los sabios, al que tartamudea como una vela encendida,
Al que está a punto de abrir la puerta de emergencia que conduce a un pasadizo de ingreso al otro mundo,
A la oveja negra de la familia que picotea fármacos y grajeas para intentar espantar la jauría de sus miedos,
Al sumo sacerdote de la religión de las derrotas, a los despreciados por sus espejos, al que prefiere ser prófugo de su cuerpo antes que ser su propio carcelero,
A los que ignoran qué responder cuando preguntan “¿quién anda por ahí?”, al que “le daban duro con un palo y duro también con una soga”,
Al que cambiaría el becerro de oro por una charla con parias y tenderos, al aturdido, al turulato, al pestífero que pregunta en qué lugar queda la vida,
Al incierto cuya sombra cojea más que su cuerpo, a los que han sido más pateados que el balón de una escuela, al sospechoso de todas las aduanas por su morral lleno de vacío,
Al que no logra ser jinete de sí mismo, a los que ejercen el papel de niños clandestinos y sólo juegan cuando no los obligan a mendigar,
Al hereje hecho a imagen de nadie, a los abucheados por la multitud en un país de dioses abolidos,
A los que desafinan en el coro, al que suena como el platillo de una batería que cae en el silencio de un velorio,
Al imprudente que no espera a que el flautista de Benarés duerma la cobra para mirarla a los ojos,
Al hombre de cristal que atraviesa en medio de una pelea entre dos bandos de picapedreros,
A los desobedientes que quisieran confinar en un rincón del museo del olvido, al que nadie espera al regreso de la guerra,
A los que desalojan de su casa y luego expulsan para siempre de su cuerpo, al espantapájaros burlado por el cuervo,
Al portavoz de sí mismo que odian los feligreses de todos los partidos, al que conducen a la comisaría mientras grita que la civilización es “puta vieja y desdentada”,
Al que jugó su corazón y se lo ganó la violencia, al que intenta dormir “en la carreta que lo conduce de la cárcel al patíbulo”,
Al perseguido que pretende esconderse en el poema de un gitano y al gitano que pretende esconderse tras la sombra de un violín,
Al impulsado a la plaza del escarnio, al asediado por la jauría de Salieris de parroquia que le ladran a su sombra,
Al calumniado por los sacristanes de la envidia que lo maldicen en la lengua de los muertos,
A los que no extienden su sombrero para pedir migajas de milagro, a los que están en la mira de los hacedores de villanos en los diarios y en las redes policiales,
Al objetor que pone pies en polvorosa cuando lo llaman a cerrar filas en el escuadrón de los operarios de la muerte,
Al que devela la miseria que ocultan los himnos, a los hombres acosados que sospechan que todas las ventanas del mundo están a punto de saltar al vacío,
A los desplazados y sus muros de aire, al boxeador que cae a la lona sacudido por un gancho de derecha,
A los locos del pueblo que cruzan enfundados en una capa de harapos como reyes miserables,
Al músico envuelto en un gabán raído al que le indican los empresarios la puerta de servicio del lento salón de baile,
Al que se niega a escuchar el canto de los vendedores de humo, al gato escaldado por el carnicero, al caballo espoleado por el miedo,
Al sin suerte que practica el tiro al blanco y siempre atina en el centro del error, al niño solitario que espía la vida a través de los cerrojos,
Al aguafiestas. Al que llega tarde a su propio velorio. A los poetas enjaulados por todos los tiranos
Les dedico esta ronda de palabras sin blasones: algo de ellos convive sin remedio en mi pellejo.
***
Tomado de: “Silabario del camino. Poesía reunida 1973-2014”. Confiar y Letra a Letra. Bogotá, 2016.
Cuando se nombra al peruano César Vallejo es usual recurrir a superlativos porque estamos frente a uno de los más grandes poetas hispanoamericanos. También se ha dicho que se trata del más grande poeta del siglo XX en todos los idiomas. Los contenidos de su poesía son profundamente humanos, existenciales, abordados de modo tan peculiar, tan sencillo y al mismo tiempo tan transgresor, que es como si acabaran de descubrirse, o como si se pronunciaran por primera vez. Vallejo es innovador en formas y esencias. Leerlo es ingresar al terreno del asombro, del éxtasis, quedar encandilado por su palabra que constantemente pregunta, cavila, que es humilde en su tono, casi inocente, como en el célebre “yo no sé” de Los heraldos negros. ¿Quien no se ha estremecido con su “hay golpes en la vida tan fuertes…Yo no sé! Golpes como del odio de Dios…”?
Está también el César Vallejo de los poemas sociales, el que se duele y sufre por las causas de los miserables, por el desastre de la guerra, por el hambre, por la condición de la humanidad. Es insigne aquella “gana ubérrima, política” de repartir amor, ese querer suyo “interhumano y parroquial”. Los poemas de Vallejo son perplejidad, desnudez, orfandad, destierro, memoria, sensaciones, objetos humanizados, reiteraciones, preguntas insolubles, obsesiones frente a lo ausente, enigma, angustia ante al mundo, alucinaciones del alma…
En sus poemas póstumos hay un asomo de esperanza. En ellos aborda temas explícitos, relacionados con los acontecimientos de su tiempo como las luchas obreras, la instauración del socialismo, o la guerra civil española. De esta época es su texto “Los mineros salieron de la mina”, que es un homenaje a esos “creadores de la profundidad”. “La cena miserable” es un poema alegórico, colmado de preguntas que se lanzan al vacío, al tiempo, a nadie y a todos. “Los nueve monstruos” devela el dolor en dimensiones múltiples mediante las reiteraciones, la duplicación, el extrañamiento, el desplazamiento de sentimientos humanos a las cosas y a todo el territorio corporal, la inversión de sentidos, las exclamaciones, otra vez las preguntas…
Al final de su vida Vallejo se permitió soñar con un futuro mejor para la humanidad, un mundo más justo y equitativo, un mundo en el que “solo la muerte morirá” o en el que la solidaridad de todos logre destruir la muerte. En “Masa” nos cuenta que al final de la batalla hay un combatiente muerto al que un hombre le ruega no morir “pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.” Se le acercan dos y le hacen el mismo ruego, sin lograr revivirlo. Luego vienen cien, mil, quinientos mil, inútilmente. Al final llegan “todos los hombres de la tierra”, entonces el cadáver se incorpora y se echa a andar. Es una hermosa parábola del amor colectivo que logra vencer la muerte.
LOS MINEROS SALIERON DE LA MINA
Los mineros salieron de la mina
remontando sus ruinas venideras,
fajaron su salud con estampidos
y, elaborando su función mental,
cerraron con sus voces
el socavón, en forma de síntoma profundo.
¡Era de ver sus polvos corrosivos!
¡Era de oír sus óxidos de altura!
Cuñas de boca, yunques de boca, aparatos de boca (¡Es formidable!)
El orden de sus túmulos,
sus inducciones plásticas, sus respuestas corales,
agolpáronse al pie de ígneos percances
y airente amarillura conocieron los trístidos y tristes,
imbuidos
del metal que se acaba, del metaloide pálido y pequeño.
Craneados de labor,
y calzados de cuero de vizcacha,
calzados de senderos infinitos,
y los ojos de físico llorar,
creadores de la profundidad,
saben, a cielo intermitente de escalera,
bajar mirando para arriba,
saben subir mirando para abajo.
¡Loor al antiguo juego de su naturaleza,
a sus insomnes órganos, a su saliva rústica!
¡Temple, filo y punta, a sus pestañas!
¡Crezcan la yerba, el liquen y la rana en sus adverbios!
¡Felpa de hierro a sus nupciales sábanas!
¡Mujeres hasta abajo, sus mujeres!
¡Mucha felicidad para los suyos!
¡Son algo portentoso, los mineros
remontando sus ruinas venideras,
elaborando su función mental
y abriendo con sus voces
el socavón, en forma de síntoma profundo!
¡Loor a su naturaleza amarillenta,
a su linterna mágica,
a sus cubos y rombos, a sus percances plásticos,
a sus ojazos de seis nervios ópticos
y a sus hijos que juegan en la iglesia
y a sus tácitos padres infantiles!
¡Salud, oh creadores de la profundidad…! (Es formidable.)
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Tomado de: “Obra poética completa”. Alianza Editorial. Madrid, 1990.
LOS NUEVE MONSTRUOS
I, desgraciadamente,
el dolor crece en el mundo a cada rato,
crece a treinta minutos por segundo, paso a paso,
y la naturaleza del dolor, es el dolor dos veces
y la condición del martirio, carnívora, voraz,
es el dolor dos veces
y la función de la yerba purísima, el dolor
dos veces
y el bien de ser, dolernos doblemente.
Jamás, hombres humanos,
hubo tanto dolor en el pecho, en la solapa, en la cartera,
en el vaso, en la carnicería, en la aritmética!
Jamás tanto cariño doloroso,
jamás tanta cerca arremetió lo lejos,
jamás el fuego nunca
jugó mejor su rol de frío muerto!
Jamás, señor ministro de salud, fue la salud
más mortal
y la migraña extrajo tanta frente de la frente!
Y el mueble tuvo en su cajón, dolor,
el corazón, en su cajón, dolor,
la lagartija, en su cajón, dolor.
Crece la desdicha, hermanos hombres,
más pronto que la máquina, a diez máquinas, y crece
con la res de Rousseau, con nuestras barbas;
crece el mal por razones que ignoramos
y es una inundación con propios líquidos,
con propio barro y propia nube sólida!
Invierte el sufrimiento posiciones, da función
en que el humor acuoso es vertical
al pavimento,
el ojo es visto y esta oreja oída,
y esta oreja da nueve campanadas a la hora
del rayo, y nueve carcajadas
a la hora del trigo, y nueve sones hembras
a la hora del llanto, y nueve cánticos
a la hora del hambre y nueve truenos
y nueve látigos, menos un grito.
El dolor nos agarra, hermanos hombres,
por detrás, de perfil,
y nos aloca en los cinemas,
nos clava en los gramófonos,
nos desclava en los lechos, cae perpendicularmente
a nuestros boletos, a nuestras cartas;
y es muy grave sufrir, puede uno orar…
Pues de resultas
del dolor, hay algunos
que nacen, otros crecen, otros mueren,
y otros que nacen y no mueren, otros
que sin haber nacido, mueren, y otros
que no nacen ni mueren (son los más).
Y también de resultas
del sufrimiento, estoy triste
hasta la cabeza, y más triste hasta el tobillo,
de ver al pan, crucificado, al nabo,
ensangrentado,
llorando, a la cebolla,
al cereal, en general, harina,
a la sal, hecha polvo, al agua, huyendo,
al vino, un ecce-homo,
tan pálida a la nieve, al sol tan ardio!
¡Cómo, hermanos humanos,
no deciros que ya no puedo y
ya no puedo con tanto cajón,
tanto minuto, tánta
lagartija y tánta
inversión, tanto lejos y tanta sed de sed!
Señor Ministro de Salud: ¿qué hacer?
¡Ah! desgraciadamente, hombres humanos,
hay, hermanos, muchísimo que hacer.
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Tomado de: “Obra poética completa”. Alianza Editorial. Madrid, 1990.
LA CENA MISERABLE
Hasta cuándo estaremos esperando lo que
no se nos debe… Y en qué recodo estiraremos
nuestra pobre rodilla para siempre! Hasta cuándo
la cruz que nos alienta no detendrá sus remos.
Hasta cuándo la Duda nos brindará blasones
por haber padecido…
Ya nos hemos sentado
mucho a la mesa, con la amargura de un niño
que a media noche, llora de hambre, desvelado…
Y cuándo nos veremos con los demás, al borde
de una mañana eterna, desayunados todos.
Hasta cuándo este valle de lágrimas, a donde
yo nunca dije que me trajeran.
De codos
todo bañado en llanto, repito cabizbajo
y vencido: hasta cuándo la cena durará.
Hay alguien que ha bebido mucho, y se burla,
y acerca y aleja de nosotros, como negra cuchara
de amarga esencia humana, la tumba…
Y menos sabe
ese oscuro hasta cuándo la cena durará!
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Tomado de: “Obra poética completa”. Alianza Editorial. Madrid, 1990.