Por Luz Helena Cordero Villamizar
Para el caso colombiano, la extensa carta de navegación ofrece infinitos puntos de convergencia entre hechos violentos y voces poéticas. Se trata de la confrontación de dos símbolos irreconciliables de lo humano, el encuentro de dos lenguajes incompatibles, si fuera válido considerar la violencia como lenguaje, como “conjunto de señales que dan a entender algo”, y a sabiendas de que es la cara terrible de lo humano. Tenemos una gran tolerancia al mal pero también una admirable capacidad de resistencia; una necesidad de contar lo que somos empleando la imagen poética para mostrar el horror. Incluso la belleza puede nombrar la masacre.
La poesía da testimonio y la palabra sugiere, da trazos mínimos para que la imaginación tenga lugar, para que el lector complete, añada. Sin borrar, suprime lo redundante, lo sabido, lo doloroso, la innecesaria carga sentimental. Otras veces sacude desde la paradoja o el humor. La imagen rasga la página, lleva al estremecimiento. Y el eco que azota la conciencia persiste, hace que lo ocurrido no sea cubierto por el olvido…
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Detalle del derribo de la estatua de Sebastián de Belalcázar del morro Tulcán en Popayán, por miembros del pueblo Misak, como acto simbólico de reivindicación histórica y dignidad. Colombia, 16 de septiembre de 2020.
FERNANDO CHARRY LARA
(Bogotá, 1920 – Washington, 2004)
MERY YOLANDA SÁNCHEZ
(Guamo, 1956)
FREDY YEZZED
(Bogotá, 1979)
Fernando Charry Lara es un poeta contenido, depurado, sobrio. Proyectaba sosiego, brillaba aún en el silencio. Siempre reflexivo, transcurriendo como un río callado, con su cosecha de sombras que con paciente trabajo trocaba en fecunda lucidez. De su obra se resalta la sencillez y mesura en el lenguaje, la contundencia en el efecto que causan sus palabras. Juan Manuel Roca ha dicho de su poesía que “parece tocada de nieblas y fantasmas”.
“Llanura de Tuluá” es uno de sus poemas más emblemáticos y el infaltable cuando nos referimos a la forma estética en que la poesía puede abordar la violencia.
LLANURA DE TULÚA
Al borde del camino, los dos cuerpos
Uno junto del otro,
Desde lejos parecen amarse.
Un hombre y una muchacha, delgadas
Formas cálidas
Tendidas en la hierba, devorándose.
Estrechamente enlazando sus cinturas
Aquellos brazos jóvenes,
Se piensa:
Soñarán entregadas sus dos bocas,
Sus silencios, sus manos, sus miradas.
Mas no hay beso, sino el viento,
Sino el aire
Seco del verano sin movimiento.
Uno junto del otro están caídos,
Muertos,
Al borde del camino, los dos cuerpos.
Debieron ser esbeltas sus dos sombras
De languidez
Adorándose en la tarde.
Y debieron ser terribles sus dos rostros
Frente a las
Amenazas y relámpagos.
Son cuerpos que son piedra, que son nada,
Son cuerpos de mentira, mutilados,
De su suerte ignorantes, de su muerte,
Y ahora, ya de cerca contemplados,
Ocasión de voraces negras aves.
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Tomado de: “Antología Personal”. Colección Un libro por centavos Nº 3, Universidad Externado de Colombia. Bogotá, 2004.
“Testimonio” cuenta eso que han vivido y siguen padeciendo tantas comarcas del país. Son potentes imágenes como un sol que cae de manera violenta o los cuchillos que cruzan las sombras. El poema es denuncia incesante, sigue cabalgando en la noche, taladra la conciencia, la impunidad.
TESTIMONIO
Eran vísperas del crimen el empedrado,
La tarde,
El sol caído violentamente hacia el oeste,
Cuando, desde balcón a la plaza,
Veías
Negros jinetes cruzar.
Remotos, pálidos, silenciosos,
Iban
En lento paso morado,
En procesión de monstruos fugitivos,
Y su vacilación el sitio a donde
Llevar duelo.
Cayendo crepúsculo a su alrededor,
Con pisadas secas,
Con aturdimiento, entre el polvo,
Podías creerles
Sonámbulos que cruzaran con cuchillos
su sombra.
Los recuerdas, atroces de frío
Y de noche, caer
Sobre frágiles chozas
Entregadas
Como el desnudo de sus vírgenes,
Quebrar cuerpos, manchar de sangre muros
Y luego perderse,
Tigres sin pesadillas,
Tras el aullido del aire y las muertes.
En todo lugar la huella solitaria:
Los harapos, el filo de sus dientes, la tiniebla.
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Tomado de: “Antología Personal”. Colección Un libro por centavos, Nº 3, Universidad Externado de Colombia. Bogotá, 2004.
Los de Mery Yolanda Sánchez no son poemas fáciles. Sus libros no se pueden tragar de un bocado, aunque a veces desconcierten sus cortas líneas, casi tímidas, siempre tratando de escabullirse, de concluir lo inconcluso. Que no se engañen los lectores. Muchos de sus poemas son crónicas del espanto. A veces hay hermetismo como una invitación a transgredir la dureza para encontrar el sentido, el sabor, la esencia que esconden las palabras. Hace afirmaciones tajantes que duelen. Se vale de la ironía y convoca la inteligencia para descifrar los elementos, los símbolos, las imágenes poderosas que emplea. La suya es una poesía palpitante y terrible, como el mundo al que alude.
DE PERFIL
Te acercas al espejo y ves la cicatriz abierta como
un ojo de perro sobre tu mejilla derecha, por ahí
respiran los que te acompañaron, los que salieron
en desbandada y te dejaron con la mitad de un
adiós en la boca que ya no se quiso abrir. Te dejaron
pedazos del vestido que llevaba una niña cuando la
violaron tres hombres en la esquina de la alegría,
allí donde alguien te dio tu primer beso. Das la
vuelta y el espejo te enseña el lapo que quedó en
la espalda cuando te colgaron de los pies para que
vomitaras tu nacimiento. En adelante, tendrás que
usar media máscara para salir a la calle. Tendrás que
caminar despacio porque tu pierna derecha cojea
y la respiración atropellada en tu cuello será una
preocupación más. Ya no te volverán a hablar de la
muerte, sabrás de ella por la luz en los ojos quietos
de tus amigos. No volverás a contar los silencios
porque el dolor te partirá una vez más. Se reirán de
ti los que ven medio cuerpo en tu puerta y la justicia
te volverá a expulsar porque tu bandera es la camisa
manchada que cuelgas en tu ventana. No regresarás
al espejo, porque te indica la ruina de tus dieciséis
años con el mal y en tu frente las predicciones del
hombre que cruza firme en un caballo.
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Tomado de: “Un día maíz”. Colección Un libro por centavos Nº 55, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2010.
LOS OTROS
No alcanzaron a sentir miedo. Cuando los cortaron
el dolor llegó primero, la boca de la bota en la cara.
Pronto el susurro de la sierra fue lejano. Un pajarito
almorzó los pecados de las vísceras.
Sus sombras siguen y recogen los sombreros que
atajó el viento.
Las mujeres orinan cualquier lugar.
Los niños se volvieron ancianos amarrados a los
alambres de púa.
Tres territorios debajo de las carcajadas de los
asesinos.
Y sus sombras también son perseguidas, señaladas
y marcadas desde los pájaros metálicos, dueños
del cielo.
***
Tomado de: “Un día maíz”. Colección Un libro por centavos Nº 55, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2010.
Nada más complejo y exigente que narrar, retratar el dolor utilizando la primera persona, cuando se es tan solo testigo, investigador, escribiente; cuando se es espectador de lo horrendo y apenas se logran pronunciar las palabras que deben reflejar, transmitir aquello para lo que todavía no existe un alfabeto. Fredy Yezzed se atreve y no yerra en el intento. Sus palabras se precipitan por las páginas con toda la compasión, la belleza y el arrojo necesarios para dibujar un país, un tiempo, una forma de tejer la memoria que atormenta. Sus “Cartas de las mujeres de este país” son cantos fúnebres, rugidos, “ríos calientes”, aguijones para la reflexión colectiva.
CARTA AL HOMBRE QUE ASESINÓ A MI HIJO
Todas mis noches, oración tras oración, te deseé la sangre más negra.
Dije piedra, dije mercurio, dije lobo, dije árbol podrido en tu corazón.
Maldije las manos de tu madre que le dio horma a tu cuerpo con esperanza,
Maldije a la mujer que te amó creyendo que era amor,
Maldije a la partera que te salvó de ser ángel, de ser miel, de ser boca tierna.
Lejos de mi lengua lancé el pueblo de calles empedradas que te vio correr,
al país que te dio un nombre y este derecho de triturarnos y hacernos olvido.
Encadenada a tu odio, te profesé todo mi amor, y te profesé todo mi vacío.
Soñaba con tu rostro bajo mis uñas, soñaba que me soñabas mirándote en silencio,
soñaba que la lluvia golpeaba a tu ventana con vísceras de cordero.
Pero cuando la zozobra me quebraba los huesos, la vida te puso frente a mis ojos:
no podía creerlo, en tu joven rostro vi el rostro de mi hijo,
en tu mirada perdida vi su última mirada, en tu cabello revuelto vi su grito
llegando alegre de la escuela, con los perros y con el hambre.
Ahora que buscas en el fondo turbio del estanque una moneda,
ahora que añoras entre las hierbas otro nacimiento, ahora que tus manos
heridas se niegan a herir, dime, contesta a este marco sin fotografía,
a esta bicicleta abandonada, a este tigre muerto que es tu país: ¿Quieres mi perdón? ¿De qué te salva él? ¿Qué destruye, qué levanta,
que esconde bajo los álamos olvidados?
¿Servirá de algo que limpie la sangre de mi hijo de tus manos?
El perdón duele, sale del estiércol, vuela por encima de nuestras cabezas,
perfuma, mas no termina de lavar nuestras naranjas ensangrentadas.
En medio del pan duro y los ácidos más crueles: te perdono –pequeño
huérfano–, te perdono y me libero de tus alambres,
te perdono y desanudo tus púas más hirientes.
Dime tan solo una última palabra.
Dime bajo qué piedra debo buscar su nombre, dime en el fondo de qué río
debo cantar su melodía, dime entre las hierbas envenenadas
en qué corazón debo escarbar…
Tú y yo somos dos cuervos que se miran sin consuelo.
Tú y yo somos este jardín de los desaparecidos.
Este amor violento.
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Tomado de: “Carta de las mujeres de este país”. Editorial Abisinia, Buenos Aires, 2019.
CARTA DE LAS MUJERES DE ESTE PAÍS
Aquí estamos, con la espuma en la mano frente a los trastos,
escuchando el sonido de la sangre. A través de la ventana, la luz de la luna
ilumina los metales y las pompas de jabón.
Estamos ya viejas y recordamos cosas frágiles. Todas nosotras estábamos allí.
Nos dejaron vivas para que pudiésemos decir las manzanas podridas.
También para que susurremos mientras gotean nuestros dedos:
“No nos arrebataron el amor”.
Quisiese que el dolor se fuese como se va la grasa por el sifón.
Pero el dolor está ahí como un hijo creciendo adentro nuestro.
El dolor nos dice: “Hijas mías, mirad cómo han mudado de alas”.
Hay brillo en las cucharas y los tenedores, pero el recuerdo, el rayo,
el apellido de nuestros hombres aún sigue latiendo entre las manos.
Mientras lavamos una olla, un sartén, un colador, hay una que imagina
bañar y acariciar el pecho, las manos, los pies de su hombre.
Son otros los que hacen la guerra, pero somos nosotras
las que cargamos las carretillas de lodo de un cuarto al otro.
Entre nosotras y el grifo de agua, la luna y nuestros difuntos cantando.
No nos marcharemos sin más. Vamos a lo profundo del misterio.
Buscamos en el humilde jarro de nuestro pozo las palabras más sencillas
para decir con exactitud la costilla rota, su mano tronchada, sus ojos abiertos y quietos.
Cuánta pena hay en esta tarea diaria de lavar los platos, los vasos, nuestras sílabas.
La guerra tiene el nombre de un varón, pero la memoria, las vocales temblorosas de una mujer.
Nadie mejor que nosotras lo sabemos: “Todos somos culpables en la pesadilla”.
Y no hablar, lo creemos casi doblando las rodillas, es morir frente a los hijos.
Ninguna se oculte en la casa limpia, ninguna diga nunca, ninguna deje de desollar el alma.
Aquí estamos las mujeres de este país sacándole brillo a nuestros muertos.
Aquí estamos las mujeres de este país edificando con espuma
el amor. Aquí estamos las mujeres de este país
con la luna entre las manos.
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Tomado de: “Carta de las mujeres de este país”. Editorial Abisinia, Buenos Aires, 2019.