Por Luz Helena Cordero Villamizar

En el vasto universo de la poesía amorosa y erótica es frecuente dar con imágenes y recursos retóricos sobre el cuerpo que se repiten y parecen agotarse cuando se han nombrado todos los rincones y los pliegues, cuando los senos son los mismos frutos maduros, las bocas sueltan el mismo gemido, los vientres se abren y se siembran, las pieles brillan en la oscuridad. Es común que los varones se deleiten en las grutas, flores o frutos femeninos; que las figuras literarias aludan al mundo vegetal que ellos exploran y conquistan y en el que ellas son bosques, pozos, valles, tierra fértil, ríos, mares, colinas, follajes… Por su parte, las poetas suelen recrear su propio cuerpo con imágenes sutiles y el masculino con figuras de guerra que irrumpen desbordadas: combate, asalto, posesión, acometida… Hay también una pléyade dispuesta al embate y al orgasmo, entre rugientes y dulces… No son mujeres suplicantes que esperan el beso o el pan; no avergonzadas o medrosas. Ellas inventan conjugaciones del amor y el placer, representan el cuerpo como un territorio sagrado.

Indago para encontrar otros modos de erotizar el lenguaje, para descubrir otra cartografía corporal que nos sorprenda al alejarse de esos caminos tantas veces transitados, que funde otras regiones del lenguaje, otros modos de acercamiento, de nombrar el viaje por la piel.

***

“La Grande Névorse” [La gran neurosis], Jacques Loysel, 1896 


Baldomero Fernández Moreno (Buenos Aires, 1882 – 1950)

Felipe Agudelo Tenorio  (Bogotá, 1955) 

Orietta Lozano (Cali, 1956)

Jaime Jaramillo Escobar (Pueblorrico, Antioquia, 1932)

Baldomero Fernández Moreno nos saca del sopor de imágenes reiterativas sobre el cuerpo de la mujer amada, de las alusiones dulzonas a su belleza y nos sorprende con esta forma de describir y viajar por zonas inexploradas en la geografía poética corporal. El amor descubre, funda. Este “Soneto a tus vísceras” abrió un territorio virgen, explorando bosques azules, cavernosos, recorriendo las entrañas e integrando nombres del glosario de anatomía, generalmente tan frío y antipoético, a un bello soneto de amor, que remata con un final inesperado. Es una doble ruptura del lenguaje almibarado que caracteriza a ciertos sonetos amorosos.

SONETO A TUS VÍSCERAS

                 

Harto ya de alabar tu piel dorada,

tus externas y muchas perfecciones,

canto al jardín azul de tus pulmones

y a tu tráquea elegante y anillada.

 

Canto a tu masa intestinal rosada

al bazo, al páncreas, a los epiplones,

al doble filtro gris de tus riñones

y a tu matriz profunda y renovada.

 

Canto al tuétano dulce de tus huesos,

a la linfa que embebe tus tejidos,

al acre olor orgánico que exhalas.

 

Quiero gastar tus vísceras a besos,

vivir dentro de ti con mis sentidos…

Yo soy un sapo negro con dos alas.

***

Tomado de: “Poesías”. Sociedad de bibliófilos argentinos, Buenos Aires, 1985. 

Los versos de Orietta Lozano parecen tocados por ángeles de arena, ángeles abatidos, ángeles de melancolía bañados por lluvias de silencio, por agua huérfana. Las suyas son palabras que abren sus ojos para esparcir su luz y sirven un espléndido banquete donde se devoran piedras, flechas envenenadas, grietas, esquirlas de aire, flores de escarcha, imágenes alucinantes, conchas plagadas de delirio. Nunca la nada estuvo tan plena de todo como en esta poesía que cabalga y arrasa el vacío, construye lo imposible, agita un coctel exuberante de palabras para servirnos la belleza.

En sus poemas Orietta expresa un sentir femenino, carnal y erótico, contundente. Una hembra dadora y receptora de goce, que no espera sino que cobra el amor; que afina su lengua como pájaro terrible para cantar su canción más luminosa e invita a beber su agua santa, su brebaje de esperma y sal marina. Describe el cuerpo sin tocarlo, lo convierte en cosmos, en un “recinto sagrado”. En “Mensaje en clave” hay un llamado sublime, casi místico. No hay fronteras entre el alma y el cuerpo, hay una comunión de materias y esencias.

DESCRIPCIÓN DE UN CUERPO

Este recinto perfecto

de golondrinas surcado,

este espacio ocupado

por olores eucalípticos,

esta prolongación

de otras vidas

salida de un mar telúrico,

esta piel que dormita,

sueña apacible y libre.

Este recinto perfecto

de túneles profundos

se declara ebrio y puro,

chispa incesante de fuego.

Este recinto sagrado,

donde surge el poema,

donde la angustia sorprende;

este movimiento cósmico

de virajes indecisos

y temblores asaltantes,

expuesto a la luz del día,

al ruido abismal del mar

se declara con fatiga y miedo.

Este eco grandioso

que glorifica mi voz,

este luminoso vértigo

que aletea entre mis sueños,

despierta apacible y libre.

***

Tomado de: “Resplandor del abismo”. Colección Un libro por centavos. Universidad Externado de Colombia. Bogotá, 2011.

MENSAJE EN CLAVE

VI

Que no te duela el corazón,

que no te duelan los costados,

las manos y la lengua,

extenderé mis brazos

y por siempre

dormiré en tus ojos,

lavaré con mis cabellos,

la inclinada nostalgia

el agua yerta,

te acompañaré

por laberintos tenebrosos

y con mi alma descarnada,

añadiré años a años,

siglos a siglos,

para retornar a la nada

antes del primer suceso,

y retirarme

en la trémula gota de su luz.

En la lluvia del tiempo

inscrita está

la obstinada alianza,

mis lágrimas son luces de pena en movimiento,

sollozo como una Magdalena.

Te vislumbraré como al jardinero,

y mi fuga reposara

bajo el cristal de tu jardín.

En la yema del tiempo,

dormida está la soledad

por siempre, por una eternidad.

-Desde ya el agua sonríe,

sácame el veneno de mi carne,

ciérrale la puerta

al adversario atroz,

abrevia la conversación

con los terribles huéspedes,

entonces los ojos, los oídos,

la lengua, dejarán de padecer,

y ya no habrá tribulación alguna.

Descansemos;

es la hora

en que se juntarán las águilas,

la hora en que se cierran

los tres ojos del día,

la hora del crujir de dientes;

acércame a tu orilla

y volvamos ciega

nuestra noche,

que tu aliento recorra

mi palabra clandestina.

Estamos sin retorno,

somos hombres penitentes,

somos solo tristes hombres.

 

-Vuelve la boca del viento

a la palabra;

alerten los ojos de la piedra

al firmamento,

sacuda el temblor

la firmeza de la roca.

Alégrame, es la hora

que la flecha

esquive tu morada.

Dejo en tu puerta

mis ofrendas,

y en tu cuerpo

mis anémonas

entran en ti,

y en ti se quedan.

 

Yo, extranjera,

adúltera, desterrada,

velo tus lunas de agonía,

me invento otro paraíso

donde se arrojen gozosos

los frutos a la tierra.

En tu círculo más íntimo

me nombraste la elegida, por ti abandoné

mi casa y mi comarca,

te seguí al monte, a la ciudad,

te cuide en un país dolorido

en la frontera del desierto

y en el cúmulo de nieve,

entre el grito y la sordera

clamaré por siempre

la vuelta de tu cuerpo,

para mirar por dentro,

una y otra vez

la forma de tu alma.

***

Tomado de: “Albacea de la luz”. Cuadernos negros editorial. Calarcá, 2015.

Hay terrenos resbaladizos, pantanos en los que puede hundirse el poeta, si no logra esgrimir con arte las palabras que suelen ser engañosas, que lo empujan con ardides de meliflua atracción; que lo cautivan como cantos de sirenas. En esos terrenos cenagosos habitan ciertas palabras atractivas que llaman al aplauso y que son como pompas de jabón. En este poema Felipe Agudelo Tenorio se ha atrevido a transitar esas regiones inciertas pero las ha franqueado con alas. Ha creado una nueva medida del deseo. Entre beso y beso va soltando versos que provocan gozo y nos dejan con una sonrisa.

TUS MEDIDAS

Desde el centro de la frente a tu barbilla

Son siete besos cortos.

Tu boca mide un largo beso tuyo,

La curva izquierda de tu cuello mide cuatro.

De tu nuca hasta tu coxis

Bajan sesenta besos, muy despacio.

De oreja a oreja son nueve besos de ancho;

Lo mismo que de pezón a pezón.

Tus manos abarcan cinco besos y a tus pies le caben diez.

Noventa y tres miden tus piernas.

Y de tu garganta a tu cintura

he medido treinta y dos, sin respirar.

Cada una de tus nalgas,

de Oriente hacia Occidente, mide catorce.

Pero allí, seis besos debajo de tu ombligo,

No he terminado de contar.

***

Tomado de: “Nidos de viento”. Colección Respirando el verano. Editorial Domingo atrasado. Bogotá, 2020.

“Mamá negra” es un ícono de la poesía. No solo porque el poema de Jaime Jaramillo Escobar contiene una de las más bellas descripciones del cuerpo femenino sino porque al penetrar esas imágenes nos encontramos con el erotismo del lenguaje: es un poema que se puede palpar, saborear, chupar. Mamá negra como personaje podría representar la poesía misma por esa actitud de sintonía con el cosmos, por ese pescuezo largo para husmear el cielo, por ese pescuezo largo para chuparles la leche – la esencia, el más allá – a las palabras. De ella – de la poesía – no se puede hablar sin conservar el ritmo.

Robando otra imagen del poema, diremos que la poesía está en el lenguaje como el mar entre una botella, agitándose en sus sales, esperando que alguien la vierta para convertirse en marea. Así como estos versos vierten sus colores, sus jugos, su música. Por eso Mamá negra trasciende la representación local para convertirse en un modo de ser y de moverse en el mundo, para beberse el cielo a pico de estrella e instalarse como una realidad universal.

MAMÁ-NEGRA

Cuando mamá-negra hablaba del Chocó

le brillaba la cadena de oro en el pescuezo,

su largo pescuezo para beber agua en las totumas,

para husmear el cielo,

para chuparles la leche a los cocos.

Su pescuezo largo para dar gritos de colores con las guacamayas,

para hablar alto entre las vecinas,

para ahogar la pena,

y para besar su negro, que era alto hasta el techo.

Su pescuezo flexible para mover la cabeza en los bailes,

para reír en las bodas.

Y para lucir la sombrilla y para lucir el habla.

 

Mamá-negra tenía collares de gargantilla en los baúles,

prendas blancas colgadas detrás del biombo de bambú,

pendientes que se bamboleaban en sus orejas,

y un abanico de plumas de ángel para revolver el aire.

Su negro le traía mucho lujo del puerto cada que venían los barcos,

y la casa estaba llena de tintineantes cortinas de conchas y de abalorios,

y de caracoles para tener las puertas y para tener las ventanas.

Mamá-negra consultaba el curandero a propósito del tabardillo,

les prendía velas a los santos porque le gustaba la candela,

tenía una abuela africana de la que nunca nos hablaba,

y tenía una cosa envuelta en un pañuelo,

un muñequito de madera con el que nunca nos dejaba jugar.

 

Mamá-negra se subía la falda hasta más arriba de la rodilla para pisar el agua,

tenía una cola de sirena dividida en dos pies,

y tenía también un secreto en el corazón,

porque se ponía a bailar cuando oía el tambor del mapalé.

Mamá-negra se movía como el mar entre una botella,

de ella no se puede hablar sin conservar el ritmo,

y el taita le miraba los senos como si se los hubiera encontrado en la playa.

Senos como dos caracoles que le rompían la blusa,

como si el sol saliera de ellos,

unos senos más hermosos que las olas del Mar.

Mamá-negra tenía una falda estrecha para cruzar las piernas,

tenía un canto triste, como alarido de la tierra,

no le picaba el aguardiente en el gaznate,

y, si quería, se podía beber el cielo a pico de estrella.

Mamá-negra era un trozo de cosa dura, untada de risa por fuera.

Mi taita dijo que cuando muriera

iba a hacer una canoa con ella.

***

Tomado de: “Los poemas de la ofensa”. Fundación Simón y Lola Guberek. Bogotá, 1985.