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Por Luz Helena Cordero Villamizar

¿Cómo nombrar el cuerpo y la desnudez sin caer en lugares comunes? ¿Cómo inventar el cuerpo, hacer que surja y se revele por primera vez a los ojos del poema? Estas son preguntas fundamentales y responderlas es indagar quizá en millones de páginas de poesía, como quien busca la consabida aguja en el pajar. Me propongo iniciar esta pesquisa con la ilusión de hallar versos que nos sorprendan, no por contorsiones verbales o artificiales perfumes sino por develar la cara oculta del cuerpo, si es posible esta enrevesada expresión. Encontrar esas otras formas de decir lo agotadoramente dicho; lo inédito, lo curioso, lo sencillo, lo metafísico, lo bello y lo invisible en la piel.

Decir cuerpo no es decir sexo, aunque pueda ser cierto su contrario. Es posible dibujar el cuerpo con palabras, sin que brote la miel del deseo. En esto son expertos los místicos, quienes se han ganado un lugar indeleble en la poesía erótica. El ser erótico no siempre reside en el cuerpo. Me cautiva esta idea de Octavio Paz: mientras que el erotismo es poética corporal, la poesía es la erotización del lenguaje. Si la poesía como expresión verbal erotiza el lenguaje, entonces resulta redundante hablar de poesía erótica o poesía amorosa. En esa línea algunos poetas coinciden en que todo poema es de amor.

Lo que aquí nos ocupa es justamente la complejidad que subyace en el tratamiento del cuerpo como objeto del poema. La corporeidad y lo que emana de ella; todo lo que contiene, eso múltiple que la habita. La representación del cuerpo propio o ajeno, el yo escindido o fragmentado en ese rompecabezas maravilloso que es nuestra armazón. Ciertos poetas lo ven como la alteridad, como algo ajeno, un estorbo, un intruso; esa sombra que nos sigue a todas partes y que con el deterioro o la enfermedad se hace inaguantable. Otros le declaran su amor, abren canales para el encuentro, para ese diálogo que abarca la dualidad alma-cuerpo. Esta trabazón en la expresión de la corporeidad nos incita a rastrear en esta poética…

***

“Ícaro y Dédalo” de Rebeca Matte Bello.  Escultura en exterior del Museo Nacional de Bellas Artes de Santiago de Chile.

HECTOR ROJAS HERAZO

(Tolú, 1921 – Bogotá, 2002)

OLGA OROZCO

(Toay, La Pampa, 1920 – Buenos Aires, 1999)

ENRIQUE LIHN

(Santiago, 1929 – 1988)

Héctor Rojas Herazo es un poeta inmenso, con todas las dimensiones de anchura y hondura de este adjetivo, aunque austero por la extensión de su obra. Su poesía crece en cada lectura, sus imágenes y metáforas fluyen de manera incesante, como una fuente inagotable; nos llevan del asombro al descubrimiento. El lenguaje nunca fue tan pródigo como en sus versos y en su prosa, pues también fue novelista y periodista. Se destaca igualmente por su trabajo como pintor.

Nos dice que “en medio de tanto desamparo, sólo queda la honda compañía de la palabra”. Con ella revela las dimensiones del ser, la humana orfandad, las carencias y miserias, habla de frente con ese fantasma que llama Dios, lo conmina a que responda “en un tribunal compuesto de damnificados, por todos los crímenes que el miedo ha cometido en su nombre”. En sus escritos refleja la desazón, la ruina de lo humano. Elabora poéticamente una razón comprometida con su momento histórico, libre e innovadora en las figuras retóricas y en la combinación de palabras que usualmente no van juntas, como cartílago y rocío, huelgas y riñones… Sus alusiones al cuerpo están cargadas de vastos sentidos que las alejan de la anatomía y las acercan a lo social, a la experiencia humana íntegra.

PRIMERA AFIRMACIÓN CORPORAL

Dulce materia mía, lento ruido,

de hueso a voz en nervios resbalando.

Tibia saliva mía, espesa mezcla

de mis células vivas y mi lengua.

De sigilosas venas, de sonidos,

por extraños follajes amparados,

mis dos brazos irrumpen, mis dos brazos,

ávidos de tocar, de ser externos,

como dos instrumentos de agonía.

¡Y tanto muro para tantos besos,

para tantas miradas y tobillos

para tanto plumón y cabellera

al viento somatén dolido y frío!

Este soy yo. Lo sé, lo reconozco,

lo dicen mi volumen y mi sombra,

lo repite una casa y una aldaba,

y un vientre azul lo esparce por el aire

a otras narices y rodillas solas.

Este soy yo. Lo digo con mi fuego,

lo afirmo con mi olor y mi latido

y la luz de mi traje lo pregona.

Ahora soy de cartílago y rocío,

de tarde, de vainilla y cementerio.

Un hombre oculto, un hombre que camina,

un pueblo celular, desconocido,

con hígado y pulmón tras su mirada.

¡Con tanta rosa viva, tanta luna,

tanto ruido bramando y yo tan solo!

Yo solo aquí, miradme, entre mis huesos,

embutido en mi piel y mis maneras.

Náufrago de mi sangre.

Responsable de un pecho y una risa,

apretado de nombres y temores,

con orejas corriendo atolondradas,

con suelas que deshacen la madera,

con hambre de vivir y ser vivido,

con hambre de gritar y que me entiendan

los lirios, las monedas y las tapias.

Este soy yo, lo digo simplemente:

un hombre que se muere por la tarde

para encender al alba su garganta,

un hombre que conoce sin saberlo

a todo lo que vive y se incorpora,

a todo lo que muere y resucita,

a lo que duerme entre la sal y el cielo.

No me pongan un rótulo.

No le pongan color a mi destino.

No me pinten de azul o de amarillo

o de rojo encendido o verde mora

el sudor de mi axila o mi cabello.

No pongan a derecha mis sentidos

ni a izquierda mi dolor y mi sonido.

Yo soy de aquí. De aquí, de donde piso,

de donde crezco y muero,

donde tiemblo y espero,

donde tengo parada mi estatura

y mis cinco sentidos verticales.

No me llamen, siquiera, por un nombre.

Llámenme simplemente

como se llama frío a lo que hiela

o fuego a lo que quema

o viento a lo que esparce y multiplica.

Porque ésto soy, no más, esto que miran

sufrir aprisionado en el vacío:

una mezcla de sangre, hueso y nada,

de agua sedienta y anhelante frío.

***

Tomado de: “Antología”. Colección Un libro por centavos. Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2005.

JACULATORIA CORPORAL

Dadme por siempre este aire terrenal,

esta tierra que piso con mi peso,

este sordo crujido,

este olfato temible,

esta frente curvada por el uso.

Todo esto quiero aquí,

donde me duela más,

donde me queme.

No me llamen de arriba ni de abajo.

De aquí quiero yo ser,

de este lugar que muerdo con mis ojos,

con este ser hambriento que me nutre.

Aquí quiero vivir aunque no pueda,

aunque me pongan cáscaras encima,

aunque me muestren siempre una casa llorando,

aunque me digan “¡vete!” con filos en la lengua y en los ojos.

Aunque un ángel me llame

aquí quiero vivir.

Aquí, con mis dos piernas y mis muelas

para ser y morder,

con mis venas girando diariamente.

Quiero el sol y las tapias

y los árboles verdes

y sus hojas flotando entre las torres.

Se está tan bien aquí, en esta habitación de las mejillas,

sintiéndose los labios y la frente,

palpándose por dentro,

siendo dueño y señor de mi saliva,

de mis golpes de sangre en la muñeca,

del rumor que me asciende de mis nervios de abajo,

de aquello que me nutre y que me dice:

está bien, sigue mirando,

sigue escuchando,

sigue gastando piel, dolor y regocijo, o

sigue matando vacas para hacer tus zapatos.

Todo está bien para que sigas siendo,

siendo lo que te damos y deshaces,

siendo polvo de ti, de tus costillas,

polvo de tu camino y de tu vientre.

***

Tomado de: “Las esquinas del viento: antología”. Fondo editorial universitario Eafit, Medellín, 2001.

Olga Orozco es una autora imprescindible, de obra vasta e inescrutable que no admite interpretaciones ligeras, con un vuelo y una magia envolventes. De sí misma dice que amó la soledad, “el ocio donde crecen animales extraños y plantas fabulosas”, fue amante del misterio, de las magias y los ritos, incursionó en la astrología y en el surrealismo. Multifacética, utilizó varios seudónimos para sus múltiples estilos de escritura. Sus versos son de largo aliento, pródigos en imágenes. Sus alusiones al cuerpo denotan escisiones, desacuerdos, indagaciones en la otredad.

EL SELLO PERSONAL

                            

Éstos son mis dos pies, mi error de nacimiento,

mi condena visible a volver a caer una vez más bajo las implacables ruedas del zodíaco,

si no logran volar.

No son bases del templo ni piedras del hogar.

Apenas si dos pies, anfibios, enigmáticos,

remotos como dos serafines mutilados por la desgarradura del camino.

Son mi pies para el paso,

paso a paso sobre todos los muertos,

remontando la muerte con punta y con talón,

cautivos en la jaula de esta noche que debo atravesar y corre junto a mí.

Pies sobre brasas, pies sobre cuchillos,

marcados por el hierro de los diez mandamientos:

dos mártires anónimos tenaces en partir,

dispuestos a golpear en las cerradas puertas del planeta

y a dejar su señal de polvo y obediencia como una huella más,

apenas descifrable entre los remolinos que barren el umbral.

Pies dueños de la tierra,

pies de horizonte que huye,

pulidos como joyas al aliento del sol y al roce del guijarro:

dos pródigos radiantes royendo mi porvenir en los huesos del presente,

dispersando al pasar los rastros de ese reino prometido

que cambia de lugar y se escurre debajo de la hierba a medida que avanzo.

¡Qué instrumentos inaptos para salir y para entrar!

Y ninguna evidencia, ningún sello de predestinación bajo mis pies,

después de tantos viajes a la misma frontera.

Nada más que este abismo entre los dos,

esta ausencia inminente que me arrebata siempre hacia adelante,

y este soplo de encuentro y desencuentro sobre cada pisada.

¡Condición prodigiosa y miserable!

He caído en la trampa de estos pies

como un rehén del cielo o del infierno que se interroga en vano por su especie,

que no entiende sus huesos ni su piel,

ni esta perseverancia de coleóptero solo,

ni este tam-tam con que se le convoca a un eterno retorno.

¿Y a dónde va este ser inmenso, legendario, increíble,

que despliega su vivo laberinto como una pesadilla,

aquí, todavía de pie,

sobre dos fugitivos delirios de la espuma, debajo del diluvio?

 

***

Tomado de: “Olga Orozco”. Material de lectura. Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2013.

ENTRE PERRO Y LOBO

Me clausuran en mí.

Me dividen en dos.

Me engendran cada día en la paciencia

y en un negro organismo que ruge como el mar.

Me recortan después con las tijeras de la pesadilla

y caigo en este mundo con media sangre vuelta a cada lado:

una cara labrada desde el fondo por los colmillos de la furia a solas,

y otra que se disuelve entre la niebla de las grandes manadas.

 

No consigo saber quién es el amo aquí.

Cambio bajo mi piel de perro a lobo.

Yo decreto la peste y atravieso con mis flancos en llamas

las planicies del porvenir y del pasado;

yo me tiendo a roer los huesecitos de tantos sueños muertos entre celestes pastizales.

Mi reino está en mi sombra y va conmigo dondequiera que vaya,

o se desploma en ruinas con las puertas abiertas a la invasión del enemigo.

 

Cada noche desgarro a dentelladas todo lazo ceñido al corazón,

y cada amanecer me encuentra con mi jaula de obediencia en el lomo.

Si devoro a mi dios uso su rostro debajo de mi máscara,

y sin embargo sólo bebo en el abrevadero de los hombres

un aterciopelado veneno de piedad que raspa en las entrañas.

He labrado el torneo en las dos tramas de la tapicería:

he ganado mi cetro de bestia en la intemperie,

y he otorgado también jirones de mansedumbre por trofeo.

Pero ¿quién vence en mí?

¿Quién defiende de mi bastión solitario en el desierto, la sábana del sueño?

¿Y quién roe mis labios, despacito y a oscuras, desde mis propios dientes?

 

***

Tomado de: “Poesía completa”, Adriano Hidalgo ediciónes. Buenos Aires, 2012

El lenguaje de Enrique Lihn es tenso y penetrante, lírico, coloquial y atormentado como su ser, “revelador de profundos desasosiegos”. Se ha dicho de él que fue un “cronista íntimo”, aunque no ajeno a las utopías sociales. Se definía como un libre-pensador: “Pero escribí y me muero por mi cuenta,/ porque escribí porque escribí estoy vivo”. Su elaboración poética pasa por formas narrativas, conversacionales, cambios de puntos de vista y de múltiples voces. En “La vejez de Narciso” hay un desdoblamiento del yo para ver su ausencia a través del espejo. Este “Monólogo del padre con su hijo de meses” es una bella ironía sobre los procesos vitales. El cuerpo es un regalo que se da “por amor a las artes de la carne”.

LA VEJEZ DE NARCISO

Me miro en el espejo y no veo mi rostro.

He desaparecido: el espejo es mi rostro.

Me he desaparecido;

porque de tanto verme en este espejo roto

he perdido el sentido de mi rostro

o, de tanto contarlo, se me ha vuelto infinito

o la nada que en él, como en todas las cosas,

se ocultaba, lo oculta,

la nada que está en todo, como el sol en la noche

y soy mi propia ausencia frente a un espejo roto.

 

***

Tomado de: “Enrique Lihn. Una voz parecida a lo contrario”. Fondo Editorial Casa de Las Américas, La Habana, 2008.

MONÓLOGO DEL PADRE CON SU HIJO DE MESES

Nada se pierde con vivir, ensaya;

aquí tienes un cuerpo a tu medida.

Lo hemos hecho en sombra

por amor a las artes de la carne

pero también en serio, pensando en tu visita

como en un nuevo juego gozoso y doloroso;

por amor a la vida, por temor a la muerte

y a la vida, por amor a la muerte

para ti o para nadie.

 

Eres tu cuerpo, tómalo, haznos ver que te gusta

como a nosotros este doble regalo

que te hemos hecho y que nos hemos hecho.

Cierto, tan sólo un poco

del vergonzante barro original, la angustia

y el placer en un grito de impotencia.

Ni de lejos un pájaro que se abre en la belleza

del huevo, a plena luz, ligero y jubiloso,

sólo un hombre: la fiera

vieja de nacimiento, vencida por las moscas,

babeante y resoplante.

 

Pero vive y verás

el monstruo que eres con benevolencia

abrir un ojo y otro así de grandes,

encasquetarse el cielo,

mirarlo todo como por adentro,

preguntarle a las cosas por sus nombres

reír con lo que ríe, llorar con lo que llora,

tiranizar a gatos y conejos.

 

Nada se pierde con vivir, tenemos

todo el tiempo del tiempo por delante

para ser el vacío que somos en el fondo.

Y la niñez, escucha:

no hay loco más feliz que un niño cuerdo

ni acierta el sabio como un niño loco.

Todo lo que vivimos lo vivimos

ya a los diez años más intensamente;

los deseos entonces

se dormían los unos en los otros.

Venía el sueño a cada instante, el sueño

que restablece en todo el perfecto desorden

a rescatarte de tu cuerpo y tu alma;

allí en ese castillo movedizo

eras el rey, la reina, tus secuaces,

el bufón que se ríe de sí mismo,

los pájaros, las fieras melodiosos.

Para hacer el amor, allí estaba tu madre

y el amor era el beso de otro mundo en la frente,

con que se reanima a los enfermos,

una lectura a media voz, la nostalgia

de nadie y nada que nos da la música.

 

Pero pasan los años por los años

y he aquí que eres ya un adolescente.

Bajas del monte como Zaratustra

a luchar por el hombre contra el hombre:

grave misión que nadie te encomienda;

en tu familia inspiras desconfianza,

hablas de Dios en un tono sarcástico,

llegas a casa al otro día, muerto.

Se dice que enamoras a una vieja,

te han visto dando saltos en el aire,

prolongas tus estudios con estudios

de los que se resiente tu cabeza.

No hay alegría que te alegre tanto

como caer de golpe en la tristeza

ni dolor que te duela tan a fondo

como el placer de vivir sin objeto.

Grave edad, hay algunos que se matan

porque no pueden soportar la muerte,

quienes se entregan a una causa injusta

en su sed sanguinaria de justicia.

Los que más bajo caen son los grandes,

a los pequeños les perdemos el rumbo.

En el amor se traicionan todos:

el amor es el padre de sus vicios.

Si una mujer se enternece contigo

le exigirás te siga hasta la tumba,

que abandone en el acto a sus parientes,

que instale en otra parte su negocio.

 

Pero llega el momento fatalmente

en que tu juventud te da la espalda

y por primera vez su rostro inolvidable en tanto huye de ti que la persigues

a salto de ojo, inmóvil, en una silla negra.

Ha llegado el momento de hacer algo

parece que te dice todo el mundo

y tú dices que sí, con la cabeza.

En plena decadencia metafísica

caminas ahora con una libretita de direcciones en la mano,

impecablemente vestido, con la modestia de un hombre joven que se abre

paso en la vida

dispuesto a todo.

El esquema que te hiciste de las cosas hace aire y se hunde en el cielo

dejándolas a todas en su sitio.

De un tiempo a esta parte te mueves entre ellas como un pez en el agua.

Vives de lo que ganas, ganas lo que mereces, mereces lo que vives;

has entrado en vereda con tu cruz a la espalda.

Hay que felicitarte:

eres, por fin, un hombre entre los hombres.

 

Y así llegas a viejo

como quien vuelve a su país de origen

después de un breve viaje interminable

corto de revivir, largo de relatar

te espera en ti la muerte, tu esqueleto

con los brazos abiertos, pero tú la rechazas

por un instante, quieres

mirarte larga y sucesivamente

en el espejo que se pone opaco.

Apoyado en lejanos transeúntes

vas y vienes de negro, al trote, conversando

contigo mismo a gritos, como un pájaro.

No hay tiempo que perder, eres el último

de tu generación en apagar el sol

y convertirte en polvo.

 

No hay tiempo que perder en este mundo

embellecido por su fin tan próximo.

Se te ve en todas partes dando vueltas

en torno a cualquier cosa como en éxtasis.

De tus salidas a la calle vuelves

con los bolsillos llenos de tesoros absurdos:

guijarros, florecillas.

Hasta que un día ya no puedes luchar

a muerte con la muerte y te entregas a ella

a un sueño sin salida, más blanco cada vez

sonriendo, sollozando como un niño de pecho.

 

Nada se pierde con vivir, ensaya:

aquí tienes un cuerpo a tu medida,

lo hemos hecho en la sombra

por amor a las artes de la carne

pero también en serio, pensando en tu visita

para ti o para nadie.

 

***

Tomado de: “Enrique Lihn. Una voz parecida a lo contrario”. Fondo Editorial Casa de Las Américas, La Habana, 2008.