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Por Luz Helena Cordero Villamizar

Su nombre era Isabel. Tenía baja estatura, la tez trigueña, su cabello muy lacio y negro, un grueso capul o flequillo le enmarcaba la frente. Reía con dificultad…

Esta crónica contribuye a que no caiga en el olvido uno de los hechos más violentos que afectaron la vida universitaria en los años ochenta. Los estudiantes de entonces, como los actuales, tenían la convicción de estar escribiendo la historia del país y de que era su misión contribuir a cambiarla. La respuesta del estado siempre ha sido el uso de las armas. 

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Manos de leche [por Luz Helena Cordero Villamizar]

Su nombre era Isabel. Tenía baja estatura, la tez trigueña, su cabello muy lacio y negro, un grueso capul o flequillo le enmarcaba la frente. Reía con dificultad, casi de manera forzada enseñaba sus dientes muy blancos, mientras sus ojos permanecían con expresión severa, como si miraran más allá o hacia la profundidad de ella misma. A sus veintidós años ni un asomo de coquetería, siempre con los labios apretados, ubicada al fondo del salón, casi invisible, atenta, con la mirada clavada en sus apuntes. Nunca participaba en las fiestas improvisadas ni en las reuniones sociales de fin del semestre, tampoco estaba en los convites del Jardín de Freud, en las tomatas, en las jornadas de teatro o poesía. Tal vez sus amigos eran de otras rondas, de otras procedencias.

Isabel Cristina era su nombre completo, así la llamábamos todos. Puntual y laboriosa en las clases de lógica matemática, en sus lecturas de psicoanálisis, rígida en las exposiciones, sosegada en sus puntos de vista. No exhibía agitaciones ni alborotos para manifestarse frente a temas de actualidad que a los demás nos producían sobresaltos y nos hacían casi convulsionar, trepados sobre las sillas, tratando de hacernos escuchar entre la vocería del curso para dar nuestras opiniones sobre los recortes presupuestales de la universidad, sobre la necesidad de cambiar el plan de estudios, frente a los tropiezos del proceso de paz, acerca del último asesinato de un líder político, o quizás discutiendo sobre las formas de evaluación del profesor de psicometría. No la evoco participando activamente en los mítines internos o haciendo carteles para salir a la calle. Tampoco en las presentaciones artísticas o en las asambleas del auditorio León de Greiff. Ni siquiera recuerdo haber compartido con ella en las largas colas de cafetería, devorando los huevos duros del desayuno, la avena de siempre, o haberla oído quejándose de la carne sudada del almuerzo de los jueves, o de esa sopa filosófica, calificada así por la mezcla de extraños ingredientes que nadie atinaba a identificar.

Isabel Cristina Muñoz me abordó una tarde. Yo reposaba en predios de Freud, recostada sobre la hierba, con los libros como cabecera. Era lo que solíamos hacer después de las clases cuando nos reuníamos para comentar los sucesos del día, los trabajos o lecturas pendientes. Aprovechó un momento en que me quedé sola para acercarse en actitud discreta. Ya he dicho que no era mujer de sonrisas y su actitud podía interpretarse como timidez. Era extraño que quisiera hablarme, pero la acogí amablemente. Quizá quería mi colaboración para acceder a algún texto o apunte de clase. Nada de esto. Fue directo al grano. Me habló de su militancia en el M-19 y me preguntó si estaba interesada en unirme a «la causa». El tema no me sorprendió. La universidad hervía de ideas, compromisos, pasiones. A la par con las clases, casi todos participábamos en grupos de estudio, actividades culturales, protestas, acciones coyunturales que nos hacían sentir parte fundamental del cambio que requería el país y el mundo. Las consignas revolucionarias circulaban por nuestra sangre, así que no me pareció extraña la propuesta de la compañera más silenciosa del curso. Aquel día quedó planteada la invitación. Me explicó algunas cosas sobre tácticas y estrategias. Le pedí tiempo para responder. Su coraje no admitía dudas y desde ese momento sentí una agitación interior que no podía compartir con nadie. Se impuso un pacto de silencio.

Era cierto que mi voz se alzaba en las clases para emitir sentencias sobre la situación del país; era verdad que afilaba mis palabras y agitaba con fuerza las banderas; era claro que me tiraba de rodillas para pintar las pancartas y reteñir las letras de las consignas; también lo era que cantaba a gritos por las calles, que solía escribir comunicados y picar los «esténsiles» mecanografiando en la Olivetti que cargaba desde el bachillerato. Por supuesto, era cierto que formaba parte de las comisiones para irrumpir en los salones de clase, leer y repartir las cartas en las que elevábamos nuestras diatribas y verdades contra el rector, contra el presidente, contra el demonio si era preciso. Pero nada de esto significaba que estuviera dispuesta a «recuperar» un arma en la lucha contra la oligarquía. Y menos a utilizarla. Así se lo dije tardes después, sentadas sobre el pasto, sin mirarla, por temor a ser atravesada por las lanzas de sus ojos, con temor a escuchar lo que seguramente habría querido gritarme sin voz: cobarde, tonta, superficial, «niña de papá y mamá». Y es que yo misma, avergonzada, no cesaba de llamarme «habladora de mierda», «calientahuevos», floja, incapaz de pasar del discurso a la acción… Otra voz interior le daba fuerza a mis razones, pues no había nacido para usar armas, a menos que fueran las palabras. Antes de amenazar a alguien con una pistola, me veía muerta, acribillada. Tal vez podría aportar de otro modo, por qué no, escribiendo artículos, tomando fotografías, «haciendo inteligencia». Pero la revolución necesitaba armas, coraje y músculo juvenil.

La culpa no me dejó en paz las noches y los días siguientes. Muchos jóvenes, con convicciones semejantes a las mías, ingresaban todos los días a la guerrilla y yo allí, declamando poemas, quejándome del frío, llena de miedo e impotencia por las calles. Pasado aquello, evitaba la mirada de Isabel Cristina en el salón, en los pasillos. Creo que ella ya no tuvo motivos para acercarse a mí.

No sé cuántos meses transcurrieron después de su propuesta. Solo sé que una tarde la noticia corrió veloz por los salones de clase: «¡Un camión de leche!» «¡Asaltaron un camión en el suroriente de Bogotá y repartieron la leche entre los vecinos!» La acción sonaba romántica y digna de aplausos, a no ser porque había terminado con el asesinato de los once jóvenes militantes, entre ellos nuestra compañera de séptimo semestre de Psicología, Isabel Cristina Muñoz Duarte. Sucedió el lunes 30 de septiembre de 1985. Después de su acción heroica los jóvenes se dispersaron entre los barrios, pero la mano negra del F2, la policía secreta y judicial, los persiguió por callejones, casas y buses para acribillarlos y luego dar su parte de siniestra victoria. Ejecuciones extrajudiciales, pena de muerte, indefensión, masacre. Si Cristina y sus compañeros llevaban armas, no las usaron. Usaron su valor, sus manos de leche, su certeza de estar cambiando el mundo.

Los días siguientes a la noticia alborotamos el campus. No podía haber clases después de esta infamia. Debíamos movilizarnos, denunciar, clamar justicia. Esta vez también tecleé fuerte la Olivetti, otros fueron al mimeógrafo y reprodujeron la carta abierta que difundimos en varias facultades. La noche del 2 leí el comunicado en la radio. Empezaba así: “Y si matan a los jóvenes, a los muchachos que vibran con su edad y su tiempo ingenuamente, espontáneos y libres, equivocada o acertadamente apasionados… ¿quién los juzga?” Pedíamos la investigación por parte de organismos de control. Entonces, como ahora, clamamos en vano. En el funeral, en medio del dolor y con el temor de ser señalados, conocimos la casa de Isabel Cristina y vi a la madre perpleja, tan silenciosa como ella.

La semana transcurrió desconsolada y el viernes 4 de octubre el ambiente caldeado anunciaba la revuelta, la pedrea. Un bus destartalado al que nos acabábamos de subir para dirigirnos hacia el sitio de prácticas, pasó frente a la universidad y por azar paradójico fue el escogido para el incendio. No entendía nada. Recuerdo al encapuchado que tiró la bomba molotov a los pies del conductor, el pánico del viejo que se lanzó a la calle dejándonos encerrados, mientras el bus se incendiaba, mientras la gente se agolpaba en la puerta trasera tratando de forzarla. A saltos, a tropezones, con aullidos, en medio de la pedrea y de la masa de estudiantes que abandonaban la universidad, fui llevada por mi compañero al servicio médico situado en la Torre administrativa. Ya se había dado la orden de evacuación y allí solo se encontraba el director, el doctor Octavio Orrego. Sobre una camilla me anunció la fractura del tobillo derecho y me entregó la orden de hospitalización. Alguien nos trasladó en su carro particular, en medio de bombas, piedras y gases lacrimógenos. Atrás quedaba la rabia y la protesta por los crímenes. Conmigo llevaba el hueso roto del dolor, un pie tan hinchado que parecía ajeno. Me aterró su parecido al de la vaca que pastaba en Freud.

Isabel Cristina: hoy veo en el periódico tu foto de carnet desteñida, el flequillo rígido cercando los ojos, la boca apretada, tu expresión seria, como tragando palabras amargas. Recuerdo que la semana anterior a tu muerte te vi llegar frente a la Facultad, traías en el rostro una sonrisa dulce y en tu mano la mano de un hombre alto y flaco, tan joven como tú. Tiene cara de tetero, pensé. Era la primera vez que te veía acompañada y alguien me confirmó que estabas enamorada y sentí el regocijo de saberte feliz. Los dos parecían flotar.

Isabel Cristina Muñoz Duarte, dice la inscripción de tu foto bajo el titular “Masacre de la leche”. En seguida está la foto de él, con la misma cara de niño que llevaba aquel día cuando se sostenía de tu mano, como si acabara de tocar el cielo. En su bolsillo le encontraron un poema para ti.

La imagen de la portada es tomada de los “Estudios de manos, con pluma, pincel y tinta” [1891] de la  artista expresionista alemana Käthe Kollwitz (1867- 1945). Kollwitz, la primera mujer elegida para la Academia de las Artes de Prusia, describió  en su obra los efectos de la pobreza, el hambre y la guerra en la clase trabajadora. Disponible en: https://seattleartistleague.com/2020/09/10/drawings-of-hands-kathe-kollwitz/

Comunicado estudiantil de la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2 de octubre de 1985. 

Archivo personal de la autora.