Por Luis Alberto Sandoval Navas
“La década de los ochenta comenzó con la toma de la Embajada de la República Dominicana, justo enfrente a la Universidad, por parte de un comando del M-19, que gozaba de cierta simpatía entre algunos de sus estudiantes, por enfrentar a uno de los gobiernos más corruptos y antisociales. Como consecuencia, ese mismo año se llevaría a cabo el cerramiento perimetral de un campus que había sido concebido –y hasta entonces se aprovechaba- como un parque. Integrado al resto de la ciudad y del país. Este simple hecho de encerrar (y por lo tanto aislar) a la más grande e importante universidad pública del país, marcaría un hito en su historia, pues en adelante sería percibida como un gueto. Un lugar de confinamiento de personas conscientes y por tanto, potencialmente peligrosas para el establecimiento…”
Lea aquí el texto completo del abogado Luis Alberto Sandoval Navas, quien nos relata aspectos de la coyuntura política y la cotidianidad de su Facultad.
Mis años ochenta en la UN: Hechos y personajes que marcaron una época convulsionada [Por Luis Alberto Sandoval Navas]
La década de los ochenta comenzó con la toma de la Embajada de la República Dominicana, justo enfrente a la Universidad, por parte de un comando del M-19, que gozaba de cierta simpatía entre algunos de sus estudiantes, por enfrentar a uno de los gobiernos más corruptos y antisociales. Como consecuencia, ese mismo año se llevaría a cabo el cerramiento perimetral de un campus que había sido concebido –y hasta entonces se aprovechaba- como un parque. Integrado al resto de la ciudad y del país. Este simple hecho de encerrar (y por lo tanto aislar) a la más grande e importante universidad pública del país, marcaría un hito en su historia, pues en adelante sería percibida como un gueto. Un lugar de confinamiento de personas conscientes y por tanto, potencialmente peligrosas para el establecimiento.
Fue en ese entorno en el que comencé mis estudios en la Facultad de Derecho en un campus que me parecía enorme. En el caso de Derecho, recuerdo una facultad de salones clásicos (pupitres escalonados), que contaba con su propia biblioteca, y una pequeña cafetería (la de Ever), que, como era de esperarse, tratándose de estudiantes de Derecho, era un verdadero centro de ebullición de ideas y teorías políticas, al calor de un tinto y un pielrroja compartido. Como compartidas terminaban siendo las botellas de aguardiente que comprábamos en comunidad forzada por le escasez. Y que a veces teníamos que camuflar para no pagar los “exorbitantes” precios que se pagaban en los bares cercanos, como el famoso Hueco, sobre la 30, o El Castillo, cerca de la 26.
Pero las universidades no son los edificios. Viniendo de un colegio católico, lo que más me impactó, literalmente, fue su gente. Profesores y estudiantes. Por la increíble diversidad que encontré. Y porque sus ideas (las de algunos) chocaban directamente contra lo que había “aprendido” durante años en los colegios católicos de los que venía. Pero sobre todo, por la calidad y calidez de algunos. En nuestro caso tuvimos la enorme fortuna de contar con varios de los llamados históricos, verdaderos tratadistas en sus temas: al civilista Arturo Valencia Zea, al penalista (disruptivo, le dirían ahora) Luis Carlos Pérez, a Eduardo Umaña Luna, uno de los padres de la Sociología en Colombia, a Alfredo Vásquez Carrizosa, internacionalista que, no sólo había investigado la tragedia de las relaciones internacionales de este país, sino que en parte las había vivido (su padre firmó el famoso tratado Vásquez Cobo- Martins), al penalista (y por tanto, buen orador) Jaime Pardo Leal, a mi maestro Masón Orlando Solano Bárcenas, al civilista (de sucesiones y Derecho Romano) Pedro Lafont, al penalista Adolfo Salamanca, el procesalista (de fino humor) Jairo Parra Quijano, y un largo etcétera.
Sin embargo, el maestro (así lo vi siempre, por su rigor académico, y por su espíritu crítico y liberal), que más me influyó (tanto en pregrado como en postgrado) fue el profesor Pedro Agustín Díaz Arenas, con su cátedra, precisamente sobre la evolución de las ideas políticas, y su libro, Estado y Tercer Mundo, un verdadero tratado para entender el complejo fenómeno del subdesarrollo, que padecían, cuando realizó su investigación, y continúan padeciendo como pandemia muchos países, entre ellos, en forma muy notoria, este que llamamos “nuestro”. Influenciado por la importancia de semejante tema, años después desarrollé mi investigación doctoral en la Universidad de Salamanca, justamente sobre dicho fenómeno, pero aterrizado a nuestra propia realidad (que esa sí es nuestra), que luego mutaría a libro. En cuanto al otro componente humano de esta interesante vivencia, los estudiantes, mis compañeros, puedo decir con nostalgia, pero con gratitud con el destino, por su inmensa calidad como personas, que también fueron (y siguen siendo), muy diversos. En todo sentido. En edades. En condición social. En ideologías: teníamos compañeros que habían militado en grupos insurgentes, al igual que otros que lo habían hecho o se identificaban más, con las fuerzas legales e ilegales del Estado. Y en cuanto a origen: claramente, y al contrario de lo que sucede hoy en día, la mayoría eran de fuera de Bogotá. Algunos de lugares tan distantes como Momil, Córdoba, y Orocué, Casanare. O de Nariño. Era verdaderamente nacional. Y tal vez es más célebre: Jaime Garzón.
Todo cambió radicalmente luego del hecho más trágico que nos tocó vivir en carne propia en el campus, a mediados de 1984, a raíz del ingreso a sangre y fuego al campus por parte de la policía. Al que se sumaron otras tragedias, como suele suceder en este país: el cierre premeditado y vengativo de la universidad, durante un año. Y de la mano de Marco Palacio el cierre de residencias, cafeterías, y limitación de otros espacios. Que literalmente transformó, para mal, la universidad. Dejó de ser nacional, y se volvió de la sabana. Sin embargo, repasando hechos y personajes, vienen a mi memoria, lo aprendido y una imagen: la de la plaza Che, en una de tantas tardes musicales de encuentro, en las que una de mis melodías favoritas, uno de los himnos de esa década, me sirve de telón de este ejercicio de memoria: “Que vivan los estudiantes”, a quienes “no les asustan las balas ni el ladrar de la jauría”.
La imagen aquí utilizada es tomada del artículo “Así se pintó el primer rostro del Che Guevara en la Universidad Nacional” de Carolina Romero, publicado el 19 de octubre de 2016 en Cartel urbano. Ahí se puede encontrar una historia sobre la imagen de la Plaza Che. Disponible en: https://cartelurbano.com/historias/historia-del-che-guevara-de-la-universidad-nacional