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Por Jairo Lopera Losada

“Primer día de clases en la Facultad de Derecho, rostros y miradas expectantes. Nos mirábamos sin reconocernos, pero seguros de que comenzaba una trayectoria de muchos años, en los cuales tal vez algunos no terminarían. Entre todos los estudiantes me llamó la atención una figura menuda que, a pesar de estar en Bogotá, con temperaturas de 15 y 12 grados, vestía una camisa de algodón y de manga corta, no muy apropiada para semejante frío. Sobre todo, los fríos de las madrugadas bogotanas.  Siempre cargaba una mochila o maleta de tela que no dejaba por ningún motivo.

Un compañero, aquel que siempre se distinguía por su imprudencia y falta de tacto, le preguntó: – Oye, ¿es que no te da frio?…”

A continuación la versión completa del relato “Tumaco”, escrito por Jairo Lopera Losada, abogado y miembro del Colectivo cultural Punto de Partida.

TUMACO [Por Jairo Lopera Losada]

Primer día de clases en la Facultad de Derecho, rostros y miradas expectantes. Nos mirábamos sin reconocernos, pero seguros de que comenzaba una trayectoria de muchos años, en los cuales tal vez algunos no terminarían. Entre todos los estudiantes me llamó la atención una figura menuda que, a pesar de estar en Bogotá, con temperaturas de 15 y 12 grados, vestía una camisa de algodón y de manga corta, no muy apropiada para semejante frío. Sobre todo, los fríos de las madrugadas bogotanas. Siempre cargaba una mochila o maleta de tela que no dejaba por ningún motivo.

Un compañero, aquel que siempre se distinguía por su imprudencia y falta de tacto, le preguntó.

– Oye, ¿es que no te da frio?

A lo que «Tumaco», – su nombre era Hernando pero así le decíamos. Los más racistas, lo llamaban «Tumico»- contestó:

– Si, claro que siento frio.

– ¿Entonces porque no te pones chaqueta?

– Porque no tengo. Respondió.

Este incidente pasó desapercibido para todo, y fue tomado como una afirmación contestataria a la entrometida pregunta. Hacíamos el primer año de derecho e iniciábamos clase a las 7:00 am y Hernando siempre era el primero que llegaba al salón. Aunque llegáramos a la seis o cinco de la mañana y saliéramos a las diez u once de la noche, siempre encontrábamos a Tumaco… era como si nunca saliera del campus de la Universidad.

Una mañana Tumaco no llegó a la clase de Procesal con el Doctor Jairo Parra, quien cerraba el salón a las 7 en punto, aunque solo hubiera llegado un estudiante. Todos nos preguntábamos qué habría pasado con el siempre puntual hombre. En el intermedio de la clase el vigilante de la Facultad nos abordó para preguntarnos dónde estaba el estudiante Hernando, pues él necesitaba hablar con él. No nos dijo para qué.

Al día siguiente Tumaco apareció. Le contamos que el vigilante lo estaba buscando, lo que le causó asombro. La preocupación se reflejó en su rostro, dejándonos a todos con la incertidumbre de cuál era la causa de su pánico y cáal el motivo que asistía al vigilante para buscarlo. El día transcurrió normalmente. Terminamos nuestra jornada y al día siguiente Hernando apareció con un semblante que reflejaba plenitud y tranquilidad. Todos estábamos inquietos por saber qué había pasado en su encuentro con el vigilante y por qué no había llegado a clase de Procesal. Fue entonces cuando nos enteramos de la verdadera historia de Hernando o Tumaco. Sentados en la cafetería de Derecho, al calor del tinto que preparaba Heber, un viejito paisa, malgeniado, pero con la ternura propia de los abuelos, Hernando comenzó su historia.

«Miren, compañeros, yo no tengo dónde vivir. Cuando pasé en la Nacional sabía que iba a ser difícil sobrevivir, pero asumí el reto y me vine. No quería dejarme vencer por las circunstancias. El primer día de clases observé que el salón, que está construido como un auditorio, con pupitres escalonados y piso de madera, gozaba de unos ventanales grandes y espaciosos que se cerraban por dentro. Así que decidí que cuando terminara la clase, sin que nadie se percatara, quitaría el seguro de una de las ventanas y cuando por la noche la Universidad quedara sola, ingresaría por la ventana y dormiría dentro del salón. Fue lo que hice. Hasta la noche que el vigilante me descubrió».

«Todo marchaba muy bien pero debido al frio comencé a resfriarme y por las noches me atacaba la tos, lo que alertó al vigilante. La noche anterior al día que falté a clase, el vigilante me sorprendió y me obligó a salir, pues se negó a creer que por falta de un sitio donde vivir, durmiera dentro del salón. Entonces decidí devolverme para Tumaco caminando. Después de haber andado casi seis horas, pregunté dónde estaba y una señora me dijo: «Esto es Bosa». Mi desilusión fue mayor. Entonces decidí devolverme, pues no iba a abandonar mi sueño y pidiendo plata conseguí para el bus y aquí me tienen, dispuesto a todo».

– ¿Y dónde te bañabas? ¿Y la ropa, donde la lavas?

«Ustedes, los que viven cómodos en sus casas o apartamentos, no descubren las bondades de este campus de la Universidad. Aquí hay un estadio, un gimnasio. Allí hay baños, compañeros, pues allí me baño y lavo mi ropa, la que llevo en esta mochila de tela, la que me acompaña a todas partes».

– ¿Y el vigilante por qué te buscaba? -preguntamos todos-.

«¡Ah! esa es la parte interesante. Él se conmovió y me ofrece una colchoneta para que, sin que se enteren las directivas, pueda dormir más cómodo».

Todos quedamos en silencio, y un sentimiento de culpa y dolida indiferencia nos golpeó, con más frio que el que hacía esa mañana bogotana.

A partir de ese momento se formó un movimiento de solidaridad en torno a Tumaco. Uno de nosotros le ofreció la posibilidad de dormir en un consultorio de unas amigas en donde, mientras servía de vigilante, podría pernoctar. El ofrecimiento fue aceptado de inmediato.

Transcurrió el tiempo, terminamos nuestra carrera, los que éramos de provincia retornamos a nuestras ciudades de origen, entre ellos Hernando, quien volvió a Tumaco.

Perdí el contacto con él, yo me vinculé con una entidad del Estado y pasados unos años, en razón a mi trabajo, viajé a Tumaco e indagué por Hernando. La persona a quien le pregunté, funcionaria de una empresa privada, me dijo con cierto asombro y tono de sorpresa:

– ¿El Doctor Hernando Arcos?

– Si. Respondí, apenado, porque en su pregunta había un dejo de reclamo por haberme referido al «Doctor Hernando» de manera tan familiar.

– ¡Ah! -dijo-. Al Doctor Hernando lo consigue en esta dirección. Me entregó una tarjeta timbrada con el escudo de la Universidad Nacional y el nombre de Hernando Arcos, donde se leía “ABOGADO”. Dirección de oficina y teléfono.

Lo contacté y nos citamos en un restaurante de la ciudad. Al cabo de unos minutos apareció con su sonrisa amplia, que era una de sus características. Después de rememorar aquellos momentos vividos en la Universidad, pasamos a pedir el menú y al observar los costos de los platos, en voz baja le dije a mi esposa: «Yo pago la cuenta porque los precios son muy elevados». Hernando, con su fino oído, había escuchado mi comentario y agitando las manos, me increpó diciendo:

– ¡No jodas! ¡Yo ya no estoy tan vaciado!  Y, dirigiéndose a mi esposa, le dijo; ¡Pida lo que quiera que yo pago!