Por Claudia Marcela Alonso
“Y me dijo adiós desde lejos para irse, como siempre lo hacía cuando podía venir a vernos los fines de semana. Nunca más volví a verlo, pero en nuestras últimas conversaciones telefónicas siempre me decía con esa certeza que todavía me asombra, que yo iba a estudiar en la Universidad Nacional.
Era mi padre, que también como mi mamá había estudiado en la Nacional y esta era su última premonición antes de desaparecer para siempre un 13 de noviembre al lado de muchas otras personas en una ciudad remota llamada Armero. Ese 13 de noviembre de 1985, las páginas del Espectador me confirmarían que la historia de mi vida se dividiría en dos capítulos en un mismo día. En la portada, la fotografía de una ciudad que yacía bajo el lodo y tres paginas más adelante, la confirmación de la premonición de mi padre.
Ese día mi padre desaparecía de mi vida y yo pasaba en La Nacional…”
El relato de Claudia Marcela Alonso es parte de este ejercicio de escritura colaborativa que constituye nuestra memoria colectiva. Historias compartidas, recuerdos tan personales, tan únicos y tan comunes, hablan de muchos sueños entretejidos que a todos nos pertenecen en el paso por la Universidad Nacional. Lea a continuación la historia que Claudia Marcela nos comparte.
Y la premonición se cumplió... [por Claudia Marcela Alonso]
Y me dijo adiós desde lejos para irse, como siempre lo hacía cuando podía venir a vernos los fines de semana. Nunca más volví a verlo, pero en nuestras últimas conversaciones telefónicas siempre me decía con esa certeza que todavía me asombra, que yo iba a estudiar en la Universidad Nacional.
Era mi padre, que también como mi mamá había estudiado en la Nacional y esta era su última premonición antes de desaparecer para siempre un 13 de noviembre al lado de muchas otras personas en una ciudad remota llamada Armero. Ese 13 de noviembre de 1985, las páginas del Espectador me confirmarían que la historia de mi vida se dividiría en dos capítulos en un mismo día. En la portada, la fotografía de una ciudad que yacía bajo el lodo y tres paginas más adelante, la confirmación de la premonición de mi padre.
Ese día mi padre desaparecía de mi vida y yo pasaba en La Nacional…
Fue un desencuentro de emociones, una transición en mi vida que me traía tristeza y a la vez felicidad, por poder acceder a la que sería desde 1986 hasta 1992 mi Alma Mater.
De niña había recorrido tantas veces los pasillos de la Universidad y mis padres me llevaban de vez en cuando a sus clases. Me hacía diminuta, dibujando y soñando secretamente con ser estudiante de la Nacional. Siempre me había atraído poderosamente tener ese sello tan personal, una mezcla bohemia e intelectual a la vez, una alquimia que hacía que todos se reconocieran incluso sin cruzar palabra.
Y ahora a los 16,un día soleado de enero de 1986, ya era estudiante de Filología e Idiomas en la Facultad de Ciencias Humanas. En ese entonces, pertenecía junto con mis compañeros, a una generación que intentaba, en lo posible, perseguir sueños como mariposas y poder contemplar con el desparpajo de la juventud esos dolorosos años 80.
Fuimos testigos del dolor, de la impunidad, de la megalomanía invencible de tipos como Pablo Escobar, de las muertes una a una de quienes intentaban crear un mejor país.
Recuerdo que en ese mismo año, en la semana universitaria de 1986, Fabio Ochoa, narco de la época, realizó una exposición equina, con un desfile de caballos que finalizó en disturbios y protestas de muchos estudiantes. Se escucharon disparos al aire y todos sentimos entre el miedo y la confusión una mezcla de orgullo al no aceptar la presencia del prepotente narcotraficante del Cartel de Medellín.
A partir de esta escena tan inverosímil, se desencadenaron cada vez más hechos violentos, nuevas palabras comenzaron a hacer parte de nuestro lexico cotidiano: Narcotráfico, guerra de carteles, impotencia, sicario, narcopolítica, narcoterrorismo, masacres, impunidad, bombas, balas, atentados.. Era difícil ser jóvenes en ese contexto tan violento, sin embargo, la Universidad nos brindó los colores necesarios para poder dibujar un mandala de protección en esos años tan áridos en Colombia.
Cada vez que pienso en esos años tan turbulentos, respiro profundo y vienen hacia a mi melodías de las canciones de Silvio Rodríguez y de Pablo Milanés, me veo con paso apresurado atravesando la Plaza Ché para asistir a las clases temprano en la mañana.
Horas más tarde, desandaba esos mismos pasos para no perderme los canelazos, el tinto con los compañeros y los conciertos de los sábados de la Orquesta Filarmónica de Bogotá.
Cómo no recordar con cariño y nostalgia esos años, en donde la Universidad representaba la esperanza de podernos sentir vivos. En esos tiempos inciertos, el mejor antídoto para tanta desolación eran las clases de literatura española medieval de Diógenes Fajardo, las anécdotas de un Paris Cortazariano en mis primeras lecciones de francés con el profe Carlos González, mis rebeliones inconscientes contra mi implacable profesora de Civilisation française Sara González, recién llegada de un Paris lejano y casi perfecto como las ilustraciones de la colección de los libros de Lagarde et Michard, al ritmo de las operas de Jean Baptiste Lully y de Jean- Philippe Rameau. Años después, le daría la razón a Sara González, cuando pagué mi karma como profesora en Paris 12, donde mis estudiantes no despegan sus ojos de las pantallas de sus telefonos celulares.
Volviendo a los 80s, ser joven y estudiante de la Nacional, significaba desafiar todo contra viento y marea. Presenciamos el nacimiento del grafitti, cada pared nos contaba una historia todos los dias, antes de ser pintada de nuevo de blanco.
Era una especie de tribuna pública, frases escritas con sigilo que denotaban diferentes sentimientos o estados de ánimo, podían hacernos reír y ser tema de conversación en todas las cafeterias de las facultades, o nos entristecían y nos llenaban de indignación por los infames asesinatos cometidos en esa época. Los grafittis también eran mensajeros de declaraciones de amor…
Como no olvidar el día en el que me tropecé con un grafitti hecho por un enamorado de ese entonces en la Facultad de Artes. Como si fuera un juego de pistas, él me dijo misteriosamente que tendría una sorpresa en el fondo del corredor , fue algo furtivo, como la travesura de un niño rayando las paredes… Tiempo después, en el 92 y como despedida de graduación, decidí dar un paseo por Artes y ahí estaba aún ese grafitti, esperándome como un sobreviviente del naufragio de ese amor.
Los años en la Nacional, fueron intensos, ellos construyeron con sabía arquitectura lo que soy ahora y esto no hubiera sido posible sin haber puesto mis pies en la Universidad Nacional. Y ahora en el silencio de este confinamiento en Paris, pienso en la premonición de mi padre y recuerdo con gratitud que fueron y han sido los mejores años de mi vida.