Recordar es volver a representar en el aquí y en el ahora; transformar, resignificar, imaginar lo que habría pasado. Se ha dicho que la memoria es también una expresión de rebeldía frente a la violencia y la impunidad. Henry Bergson lo dice de bella manera: “Para evocar el pasado en forma de imágenes, hay que poder abstraerse de la acción presente, hay que saber otorgar valor a lo inútil”. Y es que no hay cosas nimias o inútiles en el recuerdo. Cuando Svetlana Aleksiévich recopila la memoria del mundo soviético, o de las víctimas de la Segunda Guerra Mundial, se interesa por hechos aparentemente banales, por cosas invisibles. En el prólogo de «El fin del Homo sovieticus» escribe: “Yo escribo, reúno las briznas, las migas de la historia…Siempre me ha atraído ese espacio minúsculo, el espacio que ocupa un solo ser humano, uno solo…Porque, en verdad, es ahí donde ocurre todo”.
Cuando invitamos a construir de manera colectiva algunos apartados de la historia de la Universidad Nacional, estamos convocando una colección de recuerdos y datos que muestren bifurcaciones, convergencias, aristas, pliegues… Tenemos claro que no hay una verdad y solo la riqueza de la multiplicidad de miradas y evocaciones podrá darnos señales de lo que ha sido hasta ahora nuestra querida UN…
Este texto enlaza algunos relatos enviados respondiendo a nuestra convocatoria.
SOMOS UN SUEÑO [A partir de los textos de Rocío Castro Sánchez y Javier Rozo Villamil]
Recordar es volver a representar en el aquí y en el ahora; transformar, resignificar, imaginar lo que habría pasado. Se ha dicho que la memoria es también una expresión de rebeldía frente a la violencia y la impunidad. Henry Bergson lo dice de bella manera: “Para evocar el pasado en forma de imágenes, hay que poder abstraerse de la acción presente, hay que saber otorgar valor a lo inútil”. Y es que no hay cosas nimias o inútiles en el recuerdo. Cuando Svetlana Aleksiévich recopila la memoria del mundo soviético, o de las víctimas de la Segunda Guerra Mundial, se interesa por hechos aparentemente banales, por cosas invisibles. En el prólogo de «El fin del Homo sovieticus» escribe: “Yo escribo, reúno las briznas, las migas de la historia…Siempre me ha atraído ese espacio minúsculo, el espacio que ocupa un solo ser humano, uno solo…Porque, en verdad, es ahí donde ocurre todo”.
Cuando invitamos a construir de manera colectiva algunos apartados de la historia de la Universidad Nacional, estamos convocando una colección de recuerdos y datos que muestren bifurcaciones, convergencias, aristas, pliegues… Tenemos claro que no hay una verdad y solo la riqueza de la multiplicidad de miradas y evocaciones podrá darnos señales de lo que ha sido hasta ahora nuestra querida UN.
Hay timidez en los primeros aportes recibidos. Quizá temor a no decir “lo correcto” de la manera correcta; tal vez la necesidad de ser aprobado por otros. No importa. Desde la timidez y la intimidad iniciaremos esta recopilación de relatos. En esta primera entrega incluimos apartes de dos relatos que coinciden en lo que podemos denominar la universidad soñada y en la evocación que hacen sobre cómo era el campus antes de 1980. Los dos eran muchachos procedentes del sur de Bogotá. Ella es Rocío Castro Sánchez, él es Javier Rozo Villamil.
Sobre las representaciones de la UN, previas al inicio de sus estudios, ellos dicen:
Recuerdo que en los años previos a ser estudiante, pasaba al frente de sus instalaciones por la carrera 30 con calle 45 cuando iba al estadio El Campín a ver los partidos de fútbol con mis hermanos, de ir y regresar a pie. Me parecía inmensa, grande y en esa época mi mayor preocupación era estudiar psicología y mis padres no tenían medios económicos, por ello la única alternativa que tenía era la universidad pública. (Rocío Castro Sánchez, estudiante de Psicología).
Por aquellos tiempos [años setenta] la Universidad era algo así como una bella finca rodeada de árboles, aves, animales que deambulan libres, caballos, vacas, ovejas, burros, universitarios y por supuesto los mechudos y «barbuchas» (según mi padre) que vivían allí, en aquel hermoso barrio lleno de edificios blancos. Lo mejor de todo es que se podía entrar libremente. Es decir, la U no tenía rejas y era de los pocas zonas verdes comunes de Bogotá para los que no querían ir a Monserrate o al Parque Nacional. Recuerdo que una tarde soleada de 1977 mi familia y yo estuvimos allí haciendo un asado. Nos ubicamos en un prado detrás del conservatorio, a un lado de arquitectura y frente a bellas artes (espacio que años más tarde se conocería como «el aeropuerto», sitio en el que se pegaban «los cachitos» en los años en que entré a la Universidad). Algo llamó mi atención de forma muy significativa: una escultura de bronce de un “tritón”, animal mitad hombre y mitad pez, tocando una caracola. Tiempo después, cuando ya era estudiante, escuché una leyenda acerca de esta escultura: se decía que la caracola sonaría cuando pasara una mujer virgen frente a ella. [Jamás sonó]. El hecho es que aquella tarde decidí que algún día estudiaría allí. (Javier Rozo Villamil, estudiante de Artes plásticas).
Una vez que ingresan a la UN su ilusión toma cuerpo. Efectivamente tienen la sensación de formar parte de una universidad que es realmente “nacional”, pues experimentan lo que implica este adjetivo por la variedad de colonias de estudiantes procedentes de todo el país. Evocan así los eventos cotidianos que sucedían en los diferentes espacios y uno de ellos era “la cafetería”, nombre que se le daba al restaurante universitario:
Con el pasar de los años fui comprendiendo que estaba en la UNIVERSIDAD NACIONAL con el sentido que estas palabras tienen. Universidad porque vivía en un espacio donde concurrían diferentes facultades y disciplinas, incluyendo las artísticas… Mejor aún cuando algunas de las materias las compartíamos con estudiantes de otras carreras y me fascinaba oírlos hablar de otros temas, fuera de mi disciplina. Eso me abrió la perspectiva de la vida. Y también era NACIONAL porque existían las colonias de Nariño, Boyacá, Santander y otras regiones del país. Era percibir múltiples acentos, tonos e historias. Por eso cuando llegaba la hora del desayuno, almuerzo y cena y los estudiantes confluían en la cafetería, sentía que a mi alrededor habían delegados de toda Colombia y era un momento fascinante… ese momento que siempre fue mágico cambiaba cuando escuchaba la expresión «¡Avalancha!» Porque ya no se hacia la fila para entrar, todos se abalanzaban, arremetían unos contra otros, y yo que mido uno con cincuenta ¡sentía pánico!. (Rocío Castro Sánchez, estudiante de Psicología).
Ingresé a la Universidad el segundo semestre de 1985. Encontré una Universidad que había sido partida en dos: de ser un barrio universitario a una universidad tipo “privado”… Realmente, el mundo estaba cambiando, luego entendí que ese cambio, lo tenía que dar el Arte y así fue… Esos primeros semestres estuvieron marcados por las historias de los viejos compas, el reconocimiento de los nuevos espacios… y lo duros que fueron esos primeros meses. ¡Uff! el cierre de residencias universitarias marcó el comienzo de una nueva U. Mientras tanto yo me fui enamorando de este nuevo campus, el cual tenía historias por donde quiera que estuvieras… sus edificios fueron impactantes para mí. Uno de esos edificios fue el recientemente demolido de arquitectura. Era algo muy especial… En su entrada resplandecía un mural relieve que emanaba las artes y sus musas, algo supremamente mágico, de los mejores que había visto yo, y que seguiré recordando. El busto de Lenin, que de pronto se convirtió en Lennon…pues le cambiaron solo una letra y le colocaron un peluquín de trapero… (Javier Rozo Villamil, estudiante de Artes plásticas).
Como artista Javier destaca especialmente algunos edificios y obras arquitectónicas de la UN que están ligados a su memoria y a su emocionalidad:
Se encontraban los talleres de modelado en arcilla, donde frecuentemente se libraban espontáneas batallas de arcilla entre los distintos semestres. En verdad tocaba salir rápido si no querías que te fusilaran. Más atrás estaban los patios de talla en piedra. Para nosotros era un honor tener la cátedra PIEDRA. En sus talleres se gestó la escultura actual que se encuentra en Freud. En ella todos los escultores pusimos nuestro rasguño.
Del sueño saltan a los acontecimientos que marcaron el viraje de la Universidad Nacional a mediados de los años ochenta y que perciben así:
Entre los años 1982 y 1984 los estudiantes se habían tomado residencias Gorgona por la necesidad de contar con un lugar donde vivir y disponer de mejores condiciones para estudiar. Recuerdo que antes del 16 de mayo de 1984, unos estudiantes se tomaron la iglesia de Lourdes en Chapinero para dar a conocer la situación que se estaba presentando en ese momento en la Universidad. En el lugar había feligreses y un periodista radial estaba informando que los estudiantes solicitaban dialogar. Lo cierto es que la policía ingresó con gases a la iglesia, no importaron las personas que allí se encontraban y para mí esta situación mostró cuál era el talante político del momento. Por ello, cuando llegué a estudiar el 16 de mayo estaba asustada porque presentía que la policía iba a entrar sin importar nada. Al medio día empezaron los disturbios y salí con miedo y tristeza. Luego fue escuchar las noticias de los medios y lo que contaban los compañeros… Dos historias distintas y seguramente hoy algunas personas sienten todavía miedo de expresar lo que pasó. (Rocío Castro Sánchez, estudiante de Psicología).
Para el año 1987 los antiguos edificios de residencias Santander, Antonio Nariño y el de residencias femeninas se encontraban abandonados [después del cierre de las residencias estudiantiles que tuvo lugar en mayo de 1984]. Fueron adecuados como salones de clases. No fue fácil para muchos recibir estos edificios llenos de historias de todo tipo… A nosotros los escultores y diseñadores gráficos nos tocó el Edificio Santander, que decidimos llamar VIEJA LUCHA. Allí me dieron el espacio que había ocupado la cafetería de dichas residencias. Creo que fue el mejor taller de arte que he tenido, pues además de ser esquinero, tenía por lo menos cuatro metros de alto, enmarcado en vidrio, con vista al prado que lindaba frente a la capilla de la Universidad… era súper trabajar allí… Allí pasamos tres años largos aprendiendo a hacer arte escultórico, allí amamos, reímos, gozamos y hasta lloramos… En verdad hoy día después de más de veinte años, no dejo de soltar una lágrima cuando veo mi universidad y lo mucho que la recorrí paso a paso. Hoy, que ya no puedo caminar, pues un accidente me limitó a una silla de ruedas, sé que sus paredes llevarán capa tras capa de cal, la historia de nuestra universidad. Como si fuera un libro que jamás se abrirá… pero sé que esta nostalgia me llevará un día a escribir todas esas historias que vivimos en nuestro SUEÑO DE LIBERTAD. SOMOS U.N. (Javier Rozo Villamil, estudiante de Artes plásticas).
Rocío Castro Sánchez concluye así su evocación:
Para mí, después del 16 de mayo de 1984, la Universidad Nacional ya no es “nacional”. Los jóvenes de provincia aunque tienen ayuda y apoyos, no tienen la opción de estudiar, tener un techo y garantizar su alimentación. Elementos necesarios para el acceso a la educación superior de cientos de jóvenes que habitan la ruralidad, sin esperanza. Es mi experiencia actual de trabajo. Hay quienes dicen conocer la historia [de la UN], pero se tiene un recuerdo mínimo de lo que allí pasó. Con la inmediatez en la vida se llega a creer que “las cosas son así”. La Universidad Nacional que viví es una memoria compartida con muchos pero para las nuevas generaciones esa universidad no es posible, o poco creíble. Parece una fábula.
Agradecemos los aportes de Rocío Castro Sánchez con su texto: “La Universidad Nacional en los ochenta. El sentido de sus palabras” y de Javier Rozo Villamil y su trabajo: “Somos un sueño de libertad”.