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Por Juan Sebastián Salamanca Calle

“Cada 16 de mayo, estudiantes con la cara tapada se reúnen en la plaza Che Guevara de la Universidad Nacional y gritan lo que no podrían gritar si la tuvieran descubierta: «¡En la Universidad hubo una matanza!». El rumor corre a través del tiempo, de oído a oído, entre profesores, alumnos, trabajadores, lo plasman grafitis en las paredes blancas…”

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Se acaba de cumplir un aniversario más de los hechos del 16 de mayo en la Ciudad Universitaria en el corazón de Bogotá. Al respecto, hace pocos días se publicó un informe sobre lo sucedido aquel miércoles de 1984. Se trata de un juicioso ejercicio de memoria recopilado por el colectivo “Archivos del Búho” y presentado ante la Comisión de esclarecimiento de la Verdad. El documento tiene como sugestivo título “Reventando silencios” y su aparición es la respuesta desde la memoria al intento de extender un velo de olvido. Como en otros casos, lo que sucedió entonces quieren envolverlo en el espejismo de las versiones, en el velo de lecturas cruzadas. Pero como todo velo, revela ocultando y oculta revelando. Es imposible sustraerse a tan inquietante paradoja.

En casi cuarenta años, se han multiplicado las desinformaciones. Lo que no admite discusión es que el 16 de mayo de 1984 marcó un antes y un después en la universidad pública en Colombia, se tradujo en triste derrotero para la Universidad Nacional, en el fin de las oportunidades de acceso a la educación para muchos. La interrupción de la vida universitaria, los muertos y heridos, los abusos y desmanes oficiales de aquel día, tuvieron una honda consecuencia en el sentido mismo de la educación superior en Colombia, a partir de entonces.

Compartimos aquí la palpitante crónica elaborada por Juan Sebastián Salamanca Calle sobre lo ocurrido en esa fecha, sus antecedentes y contexto. Es un relato sobrecogedor de principio a fin. Por momentos se tiene la impresión de que lo narrado pudo ocurrir en un frente de guerra de cualquier lugar del mundo en donde hay una comunidad que resiste y se defiende a gritos, con ideas, con piedras, con armas hechizas, contra las “fuerzas oficiales”, uniformadas y no, que llegan a arrasar y asesinar todo lo que encuentran a su paso.

En aquel momento, como hoy en tiempos de paro nacional y resistencia popular, y como tantas otras veces, la historia se repite. Los protagonistas del 16 de mayo son estudiantes y sus “compañeros de lucha” en ejercicio de resistencia. El escenario es la ciudad universitaria. La historia tiene que ver con la defensa de los servicios de bienestar estudiantil y ocurre en medio de otra historia: la de un país que arrastra luchas sociales y guerras de más de un siglo, políticas de recorte de lo público, un país en el que la violencia y las armas han sido la alternativa y la respuesta en este interminable sinfín. Una historia en la que los estudiantes insisten, son la voz y la expresión de dignidad y rebeldía ante las desigualdades y profundas grietas sociales.

“Ciudad Blanca, Ciudad Fuego” es una voz que contribuye a exorcizar el fantasma del olvido y acompaña la construcción de nuestra memoria.

La imagen utilizada es tomada del artículo “A 35 años de la masacre en la Universidad Nacional” de la Agencia de comunicaciones Colombia Informa, publicada el 16 de mayo de 2019. Disponible en: https://www.colombiainforma.info/35-anos-de-la-masacre-en-la-universidad-nacional/

CIUDAD BLANCA, CIUDAD FUEGO [Por Juan Sebastián Salamanca Calle]

And if all others accepted the lie which the party imposed –if all records tolds the same tale- then the lie passed history and became truth. “who controls the past” –ran the party slogan-.

“Controls the future: who controls the present controls the past”. George Orwell, 1984.

Cada 16 de mayo, estudiantes con la cara tapada se reúnen en la plaza Che Guevara de la Universidad Nacional y gritan lo que no podrían gritar si la tuvieran descubierta: «¡En la Universidad hubo una matanza!». El rumor corre a través del tiempo, de oído a oído, entre profesores, alumnos, trabajadores, lo plasman grafitis en las paredes blancas.

Pobreza. Pantalones rotos no por moda, sino por falta de plata, mochila deshecha, pelo desordenado, un poco de barba, muy flaco, de mirada triste y seria. “El Flaco” —así le llamaban— acababa de entrar a estudiar Derecho, era 1982. Su vida eran sus amigos, su novia, sus libritos, sus reuniones políticas, bailar salsa como buen mamerto que era y tomar vino barato mientras escuchaba Black Sabbath en su cuarto que le alquilaba una viejita cochina y usurera que tenía una casa grande y antigua en el barrio La Soledad.

Las residencias estudiantiles las habían cerrado en el 76 y ahora, unos pastusos habían creado un comité pro-recuperación de ellas, del cual “El Flaco” era muy cercano. La idea de ellos era clara: había que tomarse los edificios del Uriel Gutiérrez de la Nacional, las Gorgona. Ahí quedaban las antiguas residencias y podrían vivir más de dos mil personas. La decisión de hacerlo se produjo después del 20 de agosto, cuando el MAS (movimiento antisecuestradores) mató al profe Alberto Alava, cuando salía de la Universidad, eso ya era ir muy lejos. Se estuvieron reuniendo del 16 al 20 de septiembre, todas las noches, a planear la ocupación. El 21, a las 8 de la mañana, se vieron correr rapidísimo por el campus ocho grupos conformados cada uno por diez estudiantes que entraron por sitios distintos e irrumpieron las puertas y las ventanas en el Uriel y en el Camilo Torres. “El Flaco” llegó en un grupo de estos que subió hasta el último piso, ya perdiendo el aliento se quitó la ruana que llevaba puesta y dijo: «Ya tenemos casa».

Lo botaron del quinto piso

Desde hacía algún tiempo el Ministerio de Educación deseaba acabar con la cafetería y con las residencias, considerados centros de prostitución, de droga, de violación, de guerrilla. Innumerables historias macabras reproducía la prensa y la gente comenzó a ver con buenos ojos la idea de “acabar con esa alcahuetería”, como decían por la época. La nueva política educativa, diseñada por Rudolph Atcon, necesitaba una universidad autofinanciada, sin participación de los estudiantes ni de los profesores en las decisiones. Ahora les resultaba muy caro a los directivos sostener estos nidos de “subversivos”.

Unos meses después de la toma, Jacqueline Romero, estudiante de primer semestre de Ingeniería Química, entraba una tarde lluviosa a saludar a un amigo en La Gorgona que se encontraba enfermo. Ella, que era una joven de su casa, pobre, pero decente, no esperó encontrarse con esos edificios oscuros y semiacabados. Recuerda, sentada en la sala de su casa en la cima de una montaña del barrio San Cristóbal Sur, que sintió un escalofrío al entrar; cruzó la puerta, subió las escaleras estrechas hasta el tercer piso y allá los recibió un estudiante moreno costeño en alpargatas, el olor a marihuana era intenso:

—Buenas, yo soy el encargado de este pasillo, ¿a quién buscas tú?

Jacqueline no respondió, estaba mirando con horror la cantidad de muchachos que estaban acostados, durmiendo la lluvia en la baldosa helada y polvorienta que no había sido lavada en semanas. Las paredes no tenían un solo espacio más para grafitis o murales, la carga visual era muy fuerte, la pobreza estaba por todas partes.

—Ah, tú debes ser la amiga de Mario, él vive acá no más.

—Perdón —dijo torpemente-, ¿estas son las residencias de los estudiantes de la Nacional?

El muchacho costeño la miró largo tiempo, caminó unos pasos evadiendo a un borracho, abrió la puerta de una habitación y se alejó para que Jacqueline entrara. Pero ahora ella miraba con mayor detenimiento las paredes: tenían aberturas, estaban raídas, como si las hubieran rasguñado, arañado durante días enteros, llenas de huecos —después le dijeron que era por el bazuco que había llegado a Colombia—. Al fijarse bien, notó que la habitación, como muchas, estaba dividida en dos por una cortina sucia de flores amarillas y rosadas. A un lado vivía una familia a la que tuvo que incomodar —una mujer con dos niños pequeños que lloraban horriblemente— hasta pasar la cortina y encontrar a su amigo que estaba tendido frágilmente y al verla le sonrió con ternura.

—Mi casa te puso pálida, tienes la piel de gallina, siéntate, que te vas a desmayar.

“El Flaco” sigue siendo flaco pero ahora tiene barriga, una vez ha terminado el roscón con Pony Malta en una Panadería del barrio Santa Isabel, al sur de Bogotá, comienza a hablar. Su rostro jovial se pone serio y su jerga popular se transforma en expresiones de todo un intelectual. Que las residencias se tomaron porque se tenía que dar solución a un problema vital para la comunidad, que hubo encargados por cada pasillo, por cada piso y por edificio, que se debían rotar cada cierto tiempo, pero que con los meses, los jíbaros —algunos del Cartel de Bogotá— aprovecharon para penetrar en esas estructuras y alcanzaron a tener control sobre algunos pisos y chocaron con el M-19, el ELN y otros grupos y con una gran masa de estudiantes que rechazaban a esta gente que trajo el bazuco a la Universidad y que incluso ahí mismo dentro de los edificios fabricaban el perico y pauperizaban más y más a los pelaos, cada vez más esclavos de esa nueva droga. 

La tensión era constante, el ambiente hostil. Lo que se inició con la intención de solucionar un problema, se fue convirtiendo en un escenario de confrontación; golpizas, discusiones, puñaladas… la mafia ya controlaba algunos puntos estratégicos. El problema entre los jíbaros y la guerrilla se agudizó, estos últimos decidieron tomar acciones.

Un día, cuando todos dormían, a las tres de la mañana unos muchachos cerraron con candado la entrada del edificio sin que nadie lo notara, de tal suerte que nadie pudiera entrar o salir, luego, de una patada abrieron la puerta de una habitación del quinto piso del Uriel Gutiérrez despertando al estudiante Julio Barrera que se levantó inmediatamente de su cama, “Se lo habíamos advertido, pedazo de hijueputa>>, saltaron encima de el, le agarraron las piernas y los brazos y lo botaron por la ventana. Se dijo que había sido un suicidio.

Muertes, embarazos

Dentro de unos meses —el 28 de mayo, exactamente— se celebrarían los acuerdos de Paz de La Uribe, Meta entre Belisario Betancourt y las FARC-EP, el clima nacional era de diálogo, debate, reconciliación. El presidente mismo envió una carta a los estudiantes y a los profesores para invitarlos a salvar la Universidad, hablaba de apertura democrática. El rector, el médico Fernando Sánchez Torres era conocido como un hombre eminentemente conciliador, y así lo expresaba en su discurso. A pesar de eso, fue uno de los periodos en la historia del país en que se fortaleció más el Estado de Sitio, ya casi permanente. Esas contradicciones se evidenciaban en la comunidad universitaria, hablar de paz, pero dirigirse ferozmente a la guerra con los comportamientos. La paz, siempre ha sido el fin, la guerra siempre ha sido el medio. Para alcanzar una paloma se precisa contar con balas.

“El Flaco” cuenta que por esos días su papá se quedó sin trabajo —era albañil— y a partir de entonces su vida cambió radicalmente. Ya no le llegarían unos pocos pesos cada mes, ahora tendría que volver a trabajar en la construcción, no más libros, no más Dostoyevski (ya no sería Raskolnikov), no más música. En medio del desespero, su novia llegó una tarde a su pieza, y le anunció: “Flaco, tengo un retraso>>, ambos se abrazaron y se besaron en la tristeza, se dejaron caer sobre la cama, cada uno sintiendo las lágrimas del otro rodar por la cara y la rabia los arrasó. Ella golpeó al Flaco y lo besó y se tocaron y el Flaco le rompió la blusa y le besó el ombligo y se mordieron, se besaron más, y lloraron más y esa noche tuvieron sexo y no se protegieron y durmieron hasta el otro día casi hasta las 12, cuando tocó la puerta Manuel, uno del comité que llegó jovial.

—¿Durmiendo hasta medio día, dizque revolucionario?

—Ayer fue un día difícil —dije el Flaco parcamente. Manuel respondió a este comentario con un golpe durísimo en el brazo de su amigo, un gato seco.

—¡Llore y más encima le doy gran pendejo!… Oiga y ¿Está listo para mañana?

Al siguiente día se cumplían 15 años de la muerte del comandante en Bolivia, ese día la rabia de muchísimas personas se canalizó en un combate en la entrada de la calle 26 de la Universidad Nacional. Estaban a punto de perder la comida, estaban a punto de perder la vivienda, estaban a punto de perder su futuro, sus vidas, quizás si no hubieran matado al comandante, otra sería la historia. Ese día se hizo famoso el escuadrón motorizado, después de varias horas de combate, la policía comenzó a ganar terreno en las barricadas hasta que, de forma inesperada, se escuchó el ruido de las motos, se entraron a la universidad disparando. Ahí cayó Yesid González, ese día el fuego se respondió con fuego, hubo también varios heridos.

Jacqueline Romero —al igual que la novia del Flaco— estaba embarazada, era muy común que las estudiantes estuvieran embarazadas y tuvieran dos o más hijos. Su cuerpo comenzó a cambiar, siguió llevando el pelo corto, sus ojos continuaron siendo juguetones y achinados, su sonrisa le marcaba dos huequitos a cada lado de la boca, sus senos y su abdomen se agrandaron a la vez que su cuerpo perdía movilidad y resistencia. Comenzó a temer por su vida si permanecía mucho tiempo en la Universidad.

La incertidumbre se apoderó de Jacqueline. Tenía seis meses de embarazo cuando el 9 de febrero hubo un paro que acabó con la normalidad de varias ciudades del país. El 15 de febrero, que era el aniversario de la muerte de Camilo Torres Restrepo, hubo otra pedrea, se destrozó un carro de Coca-cola y una estación de servicio Texaco. Si cerraban la Universidad se cerraba el futuro de ella y de su hija, si iba a la Universidad corría peligro, si no iba corría el peligro de perder el semestre, ese era un lujo que una estudiante de bajos recursos no se podía dar, estaba atrapada, no había una decisión que tomar, estaba obligada a seguir, había que continuar sin importar los obstáculos había que continuar. Resistir.

El 8 de marzo, día de la mujer, El EPL quemó un bus en la Plaza Che Guevara y cerraron preventivamente el campus porque, además, había elecciones.

Los estudiantes avanzaban en coordinación. Tal repunte del movimiento no se daba sino desde finales de los 60, lo cual era un peligro, una amenaza que Belisario Betancourt no estaba dispuesto a tolerar. La coordinación —cuenta el Flaco— dio para que el 28 de marzo salieran a exigir el derecho de bienestar universitario al menos 10.000 estudiantes de la Nacional. Ese día, el centro ardió en llamas, la policía capturó a cientos de personas, 59 eran estudiantes, al parecer. Cuando comenzaron los enfrentamientos, los ladrones, carteristas y gamines que trabajaban en el centro también se enfrentaron con la policía, destruyeron bancos y edificios gubernamentales, la prensa —como no lo hacía desde la época de Rojas Pinilla— estuvo del lado de los estudiantes. “Ese día —sonríe el Flaco— la dialéctica fue populacho-policía”.

Haciendo molochas

Ella vivía en las residencias estudiantiles, venía de una región de Colombia llena de montañas heladas y semidesérticas. Como tantas, su manutención dependía básicamente del bienestar universitario. Para ella era necesario defender con “uñas y dientes” las Gorgona. Recuerda que era el espacio perfecto para la conspiración, allí se organizaban jornadas de alfabetización popular en Tunjuelito y también se fabricaban bombas molotov, las llamadas automáticas, una botella de aguardiente o de ron llena de gasolina o de aceite quemado y una mecha de sulfato de sodio del otro lado del vidrio…Isabel nunca olvidará el día que les dieron alimentos podridos en la cafetería, humillante, como si les estuvieran haciendo un favor. Los alimentos podridos fueron cuidadosamente recogidos por Isabel y por algunos amigos, y se esperó el momento perfecto para atacar con ellos al rector.

El 29 de marzo el auditorio León de Greiff estaba lleno. Ahí se encontraban la colonia de costeños, los nariñenses, los de Boyacá, representantes de todas las facultades, cientos de estudiantes apeñuscados preocupados por el futuro de la educación en el país y, desde luego, se veían ahí también a personas de los distintos grupos; estaban las Milicias Estudiantiles, estaba el FER-Sin Permiso (Frente Estudiantil Revolucionario), estaban los del M-19, la JUCO, los Comandos Camilistas, ciertos integrantes de los Círculos Maoístas, los Anarquistas…estaba “El Flaco” con su novia, con su amigo Manuel, con su estómago vacío y con su mirada llena de ira e impotencia, sobre todo de impotencia; estaba Jacqueline con su enorme barriga y sus ojitos achinados llenos de preocupación, allá seguramente también estuvo Isabel sentada, inspirando fuerza, feminidad. ¿Qué hacer? ¿Cómo actuar frente al Estado de Sitio permanente? ¿Qué hacer cuando la fuerza pública manda por encima del ejecutivo?

Ya era de noche en el barrio Chapinero, carrera 13 con calle 63, casi todos llegaron a tiempo a la cita, de nuevo, organizarse en grupos y entrar rapidísimo. Unos minutos después los estudiantes se tomaban la Iglesia Lourdes para llamar la atención de la opinión pública sobre los problemas de la Universidad, dos señoras rezanderas trotaron torpe y escandalizadamente hacia el centro de la Plaza gritando «¡La guerrilla se tomó la Iglesia, corran que van a matar a todo el mundo!». Después de una noche intranquila, pasó lo que pasaría, la policía los desalojó sin piedad, sin posibilidad de diálogo. Entre los detenidos se encontraba un amigo de Isabel, a quien le incautaron propaganda, salió libre después de un tiempo, pero fue torturado en la estación de policía, esto marcaría profundamente las decisiones futuras que tendría que tomar Isabel.

El problema del Flaco

“El Flaco” salió del salón de clase, Teoría General del Proceso, no pudo poner nada de atención, su novia había vomitado varias veces la noche anterior. Caminando por los pasillos grafiteados de la Facultad, se encontró con un profesor que admiraba mucho, Eduardo Umaña Luna, uno de los pocos que se había opuesto con fiereza al cierre de las residencias en el año 76, ahora, se encontraba gestionando la salida de 40 estudiantes que se habían tomado igualmente los edificios de la Cruz Roja, muy de moda por esa época. Su hijo Eduardo Umaña Mendoza viajaría a Lima unos años después para defender con otras personas la vida de Abimael Guzmán.

—Hola profe, qué gusto verlo.

—Hola, no te he visto mucho estas semanas, ¿Qué andas haciendo?

—No, es que me tocó entrar a trabajar, entonces ya no tengo mucho tiempo para dedicarle a la Facultad.

“El Flaco” recuerda hoy como ese encuentro lo dejó muy frágil, apenas se habían saludado pero las ideas contradictorias retornaban una y otra vez. ¿No sería hora de parar? ¿De qué habían servido esos años de lucha? ¿Por qué el no podía tener la convicción en las ideas que tenían los demás, por ejemplo, el viejo Umaña? ¿Cómo era posible que él en realidad no creyera en ningún proyecto? ¿Por qué luchar si no había ninguna posibilidad de victoria? ¿Y su novia, y el bebé? Pero luego, el péndulo se movía hacia el otro lado. Pero si era precisamente por el bebé que el hacía lo que hacía, y por su vida, porque no se trataba de violencia o no violencia, ni de ganar o perder, sino de libertad, estaba en juego la vida misma, lo que significaba ser un hombre o ser una mujer, en una Universidad Pública en ese momento, en ese país, en esa ciudad blanca y…por otro lado… ¿no se trataría en realidad de narcisismo?, ¿qué pensaría el profe Umaña? ¡si tan sólo pudiera contarle la mitad de sus dilemas!

Entre esas ideas, ocultarle los problemas a su novia y la posibilidad ya no latente de suicidio que se había frustrado con la noticia del embarazo, “El Flaco” vivió el periodo más tenso de su vida, habían amenazado con expulsar a más de 300 estudiantes de las residencias, y en parte por eso participó en el éxodo al barrio Policarpa, al Motorista y logró ilusionarse un poco al conocer a algunas compañeras que llegaron de la Universidad del Quindío, que por entonces tenía el movimiento más organizado del país y por mucho.

Jacqueline tenía clase de matemáticas II, alcanzó a entrar a la universidad ya que al entrar por la calle 45 notó como detrás de ella se acercaban lentamente las jaulas (tanquetas, que “estaban llenas de perros”) con piquetes de la policía detrás, alcanzó a colarse en el edificio de Ingeniería viejo, se escuchaban las explosiones, el M-19 estaba combatiendo. Ella subió por las escaleras, se encontró con sus dos mejores amigos e intentaron estudiar, pero el ruido y el miedo se los impedía. Escucharon como las explosiones eran cada vez más duras, más frecuentes, más cercanas. Decidieron subir al último piso, allí, en los salones de dibujo, que en esa época tenían unos vidrios grandes, se asomaron y vieron —a pesar del bosque— una de las imágenes más horrendas que jamás hayan visto: Las motos entraban de nuevo a la Universidad, un policía que iba en una de ellas agarró del pelo a una niña que ella reconoció, era estudiante de económicas, y la arrastraron por el campus y su cabeza rebotaba en el asfalto, ensangrentándose. Los gritos se escuchaban hasta donde estaban ellos. El celador del edificio les dijo: «Ustedes tienen que salir ya mismo, a los tombos no les va a importar que usted esté embarazada».

Corrieron a la salida de la calle 53, Jacqueline recuerda como, al ver las motos de lejos perseguirla a ella y a sus amigos, éstos la cogieron por los brazos y la llevaron alzada lo más rápido que pudieron con el escuadrón detrás y con su gigantesca barriga rebotando —que ya tenía casi nueve meses— y alcanzaron a colarse en el barrio Nicolás de Federmán. No los pudieron capturar, ese día casi pierde el bebé. Jacqueline no volvería a la Universidad sino mucho tiempo después. Ella asegura que ese día tuvo que haber por lo menos cuatro muertos.

Tu sangre, Jesús León

Las Gorgona se levantan grises, oscuras y llenas de sombras y de niebla. A las 6 de la mañana tocaron la puerta y “El Flaco” se levantó en calzoncillos, — «¿Quién es?». Abrió la puerta, era Mario, un viejo amigo que no veía hace algunas semanas, rubio, de contextura robusta, muy fuerte, jugaba básquetbol, el había sido cercano a un grupo Anarco que se llamaba Llamarada. Era muy tranquilo, pero ahora lo miraba con ojos rojos como de haber llorado y estaba lleno de esa ira que tenía en ciertas ocasiones. “El Flaco” entendió que algo grave había sucedido.

—Mataron a Chucho León, lo encontraron en Cali, tenía signos de tortura. Jesús León Patiño, Chucho, estudiaba V semestre de Odontología. Era el vicepresidente de Cooperación Estudiantil y se había ido a Armenia a un encuentro de la Universidad del Quindío. El 11 de mayo se supo que lo habían asesinado. Fernando Sánchez también confirmaba la expulsión de 300 estudiantes de las residencias, tres días después, el 14 de mayo fue asesinado el profesor de la Facultad de Medicina, Luis Armando Muñoz. La situación ya era intolerable. Impotencia, lágrimas, no sólo por Chucho, sino por todo, no aguantaban más, si mataban la Nacional, había que morir defendiéndola, como decían por la época. Esta frase se pondría en práctica unos días después.

Era miércoles 16, pudo haber sido que se hubieran encontrado al desayuno “El Flaco” e Isabel, dos huevos, pan, fruta y café, porque ambos vieron como desde las Gorgona, muy temprano en la mañana se descolgó una tela grande de colores roja y negra, también algunos poemas en alusión a Jesús León. La situación era de calma chicha. Estaba programada una jornada político-cultural en la mañana para recordar a Chucho y la gente estaba silenciosa e inquieta. “El Flaco” tenía la pinta de siempre, que era la misma pinta de todos de siempre, un jean roto, no por moda sino por falta de plata, un saco viejo de esos de lanita, una mochila al hombro, y el pelo largo y cogido con una moña.

Las cosas se comenzaron a mover, ese día iban a participar en el homenaje casi todos los sectores políticos de la Universidad y también comités de barrio, algunos sindicatos, también llegaron los trabajadores de La Hortúa, donde tenía metida la mano la Nacional por cuenta del profesor Fergusson. Durante la mañana fue el homenaje, se reunieron en la Ché, siempre se han reunido en la Ché. Música, poesía, arte, belleza y angustia por todas las esquinas del campus que ese día había amanecido tan extraño. “El Flaco” estaba sentado con su novia al frente de la biblioteca central, pero ella ya se iba a la casa de su mamá, que la había invitado a almorzar en un restaurante rico. Se quedó sólo, viendo a la gente, escuchando la música de Silvio que sonaba, sintiendo los grafitis de las paredes blancas como tan lejanos, pensando en los árboles altos, delgados y frondosos que estaban a su izquierda, de repente un compañero gritó: «Tu sangre Jesús León, con sangre será vengada», de nuevo, con más personas «Tu sangre Jesús León, con sangre será vengada», luego, un solo grito estremeció a toda la universidad, el sonido atravesó la piel de quienes se encontraban en los salones panóptico de Derecho, también la facultad de sociología con el espíritu del cura Camilo, a los estudiantes de Ingeniería, de Medicina, muchos se unieron al grito y un frío atravesó de arriba abajo la columna de el Flaco «TU SANGRE JESÚS LEÓN, CON SANGRE SERÁ VENGADA».

Éramos más de 3.000 en el frente

Unas horas después, un bus de la Empresa Distrital de Transportes entraba en el campus, el Flaco sugirió que lo trajeron los Anarcos que habían bajado al conductor y a los pasajeros previamente, «Me pareció que Mario iba dentro, él nunca me lo dijo, pero eso es lo que creo». Las llamas lamieron dulcemente el bus mientras la policía se acercaba lenta e imponente a la 26 y a la calle 45. El ambiente se ponía cada vez más tenso, los estudiantes se comenzaron a poner los sacos en la cabeza, su identidad quedó parcialmente cubierta, sólo se veían los ojos, de tal forma que sólo se reconocieran los que se conocían mucho, y lo natural, la indignación, el miedo y la impotencia que se dejaban ver a través de esos ojos que ardían. Ese día estuvieron El Flaco, Manuel, Mario, Isabel. Ese día Jacqueline llevaba a la casa a su hija recién nacida, que se llama Paola, y hoy tiene 23 años, se acaba de graduar como Ingeniera Química.  

El Flaco corrió a la calle 26, la adrenalina siempre era superior antes del combate que en medio de él, su cara la cubría un pañuelo blanco y su mochila –la misma con la que cargaba los libros-, la cargó esa vez de piedras. Se ubicó en una barricada justo al lado de la puerta de entrada. En su mano izquierda – era zurdo- llevaba una Molotov, una automática que lanzó con toda su fuerza, arrojó con todo el dolor de su vida, con todo el amor por su hijo, por su futuro incierto, por su novia, por su pobreza, por la libertad inalcanzable y utópica, estalló en el techo de una jaula, el fuego la lamió por varios segundos, la jaula retrocedió varios metros porque ya se le acercaban otros a terminar de quemarla. «Así es, compa, con toda» le dijo una niña santandereana, el Flaco volvía a ser como Raskolnikov con su hacha.

Aunque Isabel había participado en la organización del Tropel, nunca se imaginó que ese día saldría tanta gente como salió, esa tarde no solamente estaban los grupos, sino también salieron muchísimos estudiantes que no estaban organizados, y se pusieron un trapo en la cara con vinagre para protegerse de los gases, agarraron una piedra cualquiera y a la 45 o a la 26.  También se quedaron algunos sindicatos y –recuerda Isabel- los trabajadores de La Hortúa se quedaron a apoyar hombro a hombro la confrontación «Eran más de tres mil en el frente». Isabel estaba encargada de la cocina (hacer las molochas y los petos, es decir, las bombas incendiarias y las que hoy conocemos como “papas bomba”), el grupo de ella era muy pequeño, 14 personas, 4 en la cocina y diez en el frente de la 26.

Entonces se escuchó una gran explosión, los oídos de quienes estaban cerca quedaron adoloridos, una granada, pensó el Flaco. Un camión que cargaba miembros de la policía había quedado arruinado y había sacado volando a todos los que se encontraban adentro y alrededor, desde ese momento se percibía la magnitud del combate, miles de estudiantes a las entradas, como un solo cuerpo, miles de hormigas defendiendo el hormiguero de las termitas, protegiendo a la reina anónima. Eran uno, pero también eran muchos, detrás de cada cara tapada se escondía un anhelo diferente, detrás de cada ideología un ser humano con necesidades, cada piedra era una expresión de resistencia, cada cara tapada era un hermano o hermana.  

El grupo de Isabel no era ninguna organización en particular, eran más bien personas que se habían unido por venir de una misma región del país y por compartir algunas ideas en medio de espacios y problemas comunes. Uno de ellos, que era cercano al EPL tenía un revólver y era el encargado de cuidar la seguridad de todos y todas puesto que en un tropel anterior, un tira (policía infiltrado) había intentado lanzar un cigarrillo a unas compañeras que estaban manejando gasolina. Se acercó al grupo y dijo lo que ya algunas intuían “Están dando tiros, ya hay un herido de bala, lo están atendiendo en Sociología>>. Era cierto, así como se escuchaban los petos estallar, poco a poco, en medio de policías y estudiantes protegiéndose detrás de árboles, postes y barricadas, también se comenzaron a escuchar algunos disparos con arma de fuego, inclusive unos hombres que estaban vestidos de sudadera y que nadie de la Nacional los conocía, comenzaron a hacer disparos al aire cerca al Edificio de Ciencias Humanas. «Esos malparidos eran tiras», recuerda con furia “El Flaco”.

Isabel escuchó cómo los disparos también venían ahora de la calle 45, decidieron enviar a alguien a que fuera al frente a ver como estaban las cosas para saber si recoger o continuar, ya que no estaban preparadas para el enfrentamiento armado, y el revólver era solamente para funciones de contención. Los demás se quedaron esperando.

El mierdero llevaba ya un par de horas, después de la explosión que sacó volando a unos tombos, se había agravado la situación, ahora la policía estaba disparando y las cosas se comenzaban a poner feas, en todo caso, ya que seguía y seguía llegando policía, había que impedir que entraran a la Universidad, donde lo hicieran, estarían perdidos para siempre. Manuel, se reconocía por sus ojos saltones, le hizo llegar al Flaco dos automáticas hechas con botellas de Ron, justo en el momento en que un piquete se acercaba impunemente a la entrada de la Universidad sin que las piedras pudieran hacer gran cosa la primera automática explotó justo en frente de los escudos obligándolos a parar «Había que pasar de la Edad de Piedra, a la Edad de los Metales», recordó el viejo adagio. Al intentar lanzar la segunda, fue golpeado por algo que le rompió la cabeza y lo dejó inconsciente unos minutos, cuando se despertó le dijeron que le habían disparado un gas y que agradeciera que no le habían metido un tiro, el Flaco curiosamente si se sintió agradecido por estar vivo y al volver a la 26 notó como sus compañeros comenzaban a retroceder y como otros intentaban responder al fuego con sus armas hechizas y poco seguras con las que contaban.

Isabel esperaba impaciente en la cocina hasta que un gran amigo de ella que era camilista, se le acercó y le dijo que la estaba buscando, que el informe de inteligencia de ellos les decía que detrás de la policía había muchísimo ejército, que si ellos no sabían nada. Isabel supo que era el momento de pensar en la retirada. Pero comenzaron a escucharse gritos, por toda la Universidad, de la misma forma que se habían estremecido horas antes con el grito a Jesús León. Esta vez se estremecieron porque entendieron que ellos venían con el sonido de las motos, que llegaron en una cantidad inimaginable, al parecer había sido derrotada la gente que estaba en la 45.

Al Flaco le paró la hemorragia, el chichón y la sangre quedaron relativamente bien camuflados por el pelo, cuando sintió el terror del sonido de las motos pensó en partir, antes de hacerlo le dijo a Manuel:

—Vámonos que acá perdimos, vámonos de acá ya o nos jodemos.

—Yo me muero peleando, mi hermano.

Se miraron un segundo, cuando se despidieron reinó el caos. “El Flaco” corría cerca de las residencias femeninas y desde ahí pudo ver las primeras motos que se acercaban a toda velocidad cada una con dos policías, uno conduciendo y el otro detrás con una pequeña metralleta. Una moto se dirigía hacia él, afortunadamente, un peto desvío la atención de ésta que ahora iba hacia una barricada en la que resistían unos encapuchados, una ráfaga arrasó a quienes se encontraban detrás de los escombros, pudo ver claramente como cayeron algunos cuerpos al suelo. Con esa imagen en la mente “El Flaco” corrió y corrió por el Freud, por Medicina —otras motos disparaban a las ventanas de ese edificio—, por Ciencias, cruzó el Estadio a toda velocidad, a través del pasto, de los árboles, sudando, escuchando tiros, viendo a la gente correr, preguntándose qué pasaba. Se quitó la pañoleta de la cara y el milagro sucedió. Dos señoras muy elegantes que eran amigas de su mamá corrían despavoridas hacia el jeep que tenían.

—Doña Cristina, por favor ayúdeme, la Policía se metió, usted sabe que a ellos no les importa si uno es o no de esos que echan piedra.

—Si, mijito, súbase, pero métase en el baúl y escóndase bien, no vaya a hacer ruido.

Otra ráfaga de disparos que se escucharon muy cerca acabó con la conversación, cuando estaban arrancando, unas estudiantes santandereanas les pidieron que las llevaran también, suplicaron, pero la conductora aceleró mirando a otra parte dejando a las muchachas con la capucha en las manos. Salieron a toda velocidad hacia la calle 53 con dirección al barrio Cedritos, al norte de Bogotá, donde las personas continuaban con sus vidas normalmente, sin tener idea de lo que sucedía unos kilómetros más al sur, personas que miraban con extrañeza el pelo ensangrentado del Flaco, que se perdía entre sueños confusos que no entendió.

Isabel escuchó los gritos, su compañero sacó el revólver: «Hay que ir al frente». Cuando cargaban sus manos de explosivos para impedir la entrada de más motos, alguien le recordó que había que quemar la propaganda que no se había alcanzado a repartir porque al que cogieran con eso le pasaría lo mismo que al de Lourdes. Entonces Isabel, en lugar de correr a enfrentar las motos, se despidió de los demás y entró con una amiga a las residencias femeninas (el edificio Manuel Ancizar) desde donde escuchó más y más disparos y al mirar por la ventana, sus ojos se apagaron al ver que el ejército y escuadrones innumerables de la policía motorizada tenían rodeada la Universidad. Adentro se encontraron con unas muchachas que eran elenas, ellas estaban haciendo unas molochas para lanzar desde el techo, nunca lo hicieron, era inútil, el edificio estaba rodeado.  

Ella y la amiga se apresuraron a quemar la propaganda y los planos de la Universidad que tenían, al hacerlo, escucharon que se rompían puertas y vidrios en el primer piso del edificio. La Policía estaba entrando y lo peor era que ya no se escuchaban petos. La gente de la 26 había sido derrotada también, la fuerza pública tenía ahora casi total control del campus. Luego, lo inevitable, el sonido inconfundible de las armas disparando gases, uno, dos, tres, cuatro, cinco, y los pasillos se comenzaron a llenar de esa niebla blanca y densa que quemaba la garganta, que hacía arder los ojos de forma insoportable como si se los estuvieran quemando, que impedía respirar, ver, sentir y hacía doler la cabeza sin poderse contener hasta que la presión en las sienes era tan fuerte que seguía el desmayo. Isabel y su amiga se escondieron detrás de unas blusas en un closet y escucharon durante horas gritos, explosiones, órdenes violentas. Sintieron como poco a poco se apagaban los disparos y continuaron en la oscuridad total a la espera.

El silencio

Isabel duró metida en el clóset doce horas, a las 4 de la madrugada entró una cara conocida al cuarto, parecía que ya no había Policía, la gente se había escondido muy bien en algunos edificios; Medicina, Ingeniería viejo, en el techo de Agronomía…se reencontraron cerca de 30 personas y la decisión fue salir después del amanecer en grupos de a dos hacia la calle 53. Cuando Isabel y su amiga caminaban aparentemente de forma desprevenida hacia la salida de la U, escucharon un carro dando vueltas por el anillo vial. Parecía mejor idea volver al clóset. Al otro día llegaron intempestivamente vigilantes de la Universidad buscando gente y les dijeron que el semestre había sido cancelado, que recogieran todo y salieran rápido. Al salir, tuvieron que pasar saliva y caminar con un nudo en la garganta en medio de las amenazas visuales que les hacían miembros de la PM al caminar por la 45, después, se encontraron con un amigo que no había estado en el combate. «Menos mal las veo, hay al menos 40 desaparecidos». Unos aparecieron, otros no, dijo Isabel.

Jacqueline Romero recibió visitas de sus amigos y profesores los siguientes días, le narraron historias de ametralladoras, sangre y desde luego de motos. Escuchó las historias de muertos con su hija Paola en sus brazos, volvería a la Universidad sólo hasta el siguiente año.

La mamá del Flaco vino desde Fredonia, Antioquia, hasta Bogotá al barrio Cedritos a encontrarse con su hijo. Estaba muy preocupada porque El Tiempo hablaba de 22 agentes y 46 estudiantes heridos con arma de fuego, también de 76 detenidos y que la Universidad había sido cerrada, que el rector renunció y que les iban a aplicar el Decreto 1014 que prohibía taparse la cara. Sus amigas la habían llamado a decirle que su hijo estaba herido. Él tuvo que cortarse el pelo y pasó esos días en la cama viendo las noticias que tergiversaban todo lo ocurrido con total descaro. La madre decidió llevarse a su hijo, a su nuera y a su futuro nieto un tiempo para Fredonia, a que descansaran de tanto lío. “El Flaco” no volvió a Bogotá sino dos años después, cuando preguntó por Manuel le dijeron que ese día lo habían visto amarrando unas cuerdas entre dos árboles para que se enredara la policía al pasar por ahí, pero no se sabía nada más de él, nunca se supo.

Isabel se escondió en casa de una prima. Después del 16, hubo varias reuniones clandestinas en las que ella participó y se dijeron muchas cosas, la principal era que habían sido 113 los heridos y 17 los estudiantes muertos, lo que seguía a eso era el silencio, la muerte que era la imposibilidad de comunicarse y la parálisis del terror que nacía de no poder hablar. La gran mayoría de estudiantes volvieron a sus provincias y no volvieron a la Universidad, se acabaron las llamadas “colonias”, de costeños, de boyacos, de pastusos, de opitas, etc.

Otros, que no podían volver a la Universidad ni a una vida pública se fueron para el monte y los que pudieron volver, lo hicieron en total silencio, ellos fueron los que iniciaron el rumor, ellos sembraron la semilla que nos permite hoy estar en la búsqueda de lo que sucedió. La Universidad estuvo cerrada un año, pero al abrirse la gente que entró, ya era gente muy diferente, ya no necesitaban tanto vivienda y alimentación, ya no era una Universidad para pobres, el rector era ahora Marco Palacios, pero esa es otra historia.

Después de lo sucedido el General Delgado Mallarino, comandante de la Policía afirmaba que “la Fuerza Pública ni siquiera ingresó” a la Universidad Nacional.

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Este texto fue publicado en “Memorias de la Ciudad – Talleres de crónicas barriales – Antología”, Alcaldía Mayor de Bogotá,  2007.  Disponible en la plataforma virtual de la Biblioteca Luis Ángel Arango.