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Por Tatiana Franco

El Jardín de Freud es el evocador nombre para esa área verde enmarcada por los edificios de Sociología, Ciencias Humanas, Derecho, Odontología. Desde 2017 el de Enfermería también forma parte de su entorno. Lugar alegórico en el que pastaba Freud en boca de los estudiantes de psicología, filosofía y antropología, entre muchos más. Lugar de citas de amor, de disertaciones políticas, de solaz, de trance, de conspiración… ¿Quién no hizo su siesta allí? ¿Quién de nosotros no tuvo en ese marco alguna escena de amor? Este es el escenario en el que ocurre la historia de “El jardín”, escrita por Tatiana como aporte para estas Memorias UN

“Juana y Alex salieron antes de que terminara la clase de historia. Lo hicieron sin delicadeza, necesitaban un cigarrillo para no cerrar los ojos pero también tenían que hablar. El profesor las miró con una sonrisa sin resentimiento, casi pidiendo que le llevaran también un cigarrillo a él. Desde las primeras horas de clase, Juana había estado distraída y sonreía al vacío. Era difícil entender su estado de ánimo…”

El relato completo a continuación:

EL JARDÍN [Por Tatiana Franco]

Juana y Alex salieron antes de que terminara la clase de historia. Lo hicieron sin delicadeza, necesitaban un cigarrillo para no cerrar los ojos pero también tenían que hablar. El profesor las miró con una sonrisa sin resentimiento, casi pidiendo que le llevaran también un cigarrillo a él.

Desde las primeras horas de clase, Juana había estado distraída y sonreía al vacío. Era difícil entender su estado de ánimo. Hacía algo menos de un año, Alex había empezado a notar cambios en su amiga. Juana había dejado de usar ropa colorida adoptando una forma más descuidada que iría tomando el sentido de practicidad militar, sin llegar nunca a usar los horribles camuflados. Se había cortado el pelo y sólo conservaba sus aretes preferidos; los había comprado con Alex en el camino de salida de la Universidad donde tiraban sus telas los artesanos callejeros con verdaderas joyas del diseño. Juana se había gastado unos pesos de lo que ganaba los fines de semana como mesera. Con su pelo corto, los aretes se veían preciosos enmarcando su rostro y ella se miraba en el espejo y sonreía porque se veía linda.

Alex, era la mejor amiga de Juana. Se conocieron cuando entraron a la universidad hacía apenas dos años y medio. Era una chica nueva en el mundo como Juana, pero desconfiada y con un sistema de frenos de engranaje que la hacían parecer entre reprimida y sensata, todo dependía de la perspectiva. Alex y Juana estudiaban juntas una noche a la semana, leían con atención y discutían si Malinowski, si Levi Strauss, si los colonialismos, si el imperio. En ese momento no se hablaba aún de teorías decoloniales. Casi siempre hacían las tareas juntas y, algunas veces, también estudiaban con Mercedes y con Julián. Hablaban también del amor, del futuro, de ser mujeres independientes. Sus madres no eran sus modelos ni tampoco la relación de sus padres, aun cuando los querían y les reconocían su tenacidad. Alex tenía dos hermanos mayores que, aunque no creían que su misión fuera proteger a su hermanita, la habían instruido con afecto sobre el mundo de los hombres.

Alex no era bonita, tampoco Juana, pero brillaban, eran jóvenes y bullían en un mundo que también bullía; un mundo que había perdido el orden, o por lo menos, el poco que alguna vez tuvo y en el que todo parecía ser aspirado por la destrucción, nada cambiaba, nada germinaba, nada crecía, todo desaparecía. Era un mundo caótico y tal vez sin esperanza, pero como ese era el único mundo conocido por Juana y por Alex, parecía normal. Parecía contingente tanta muerte, tanto duelo, que las masacres, que los policías, que la disponible, que los militares, que los campesinos, que la izquierda, que los eternos delfines de las élites, siempre las mismas, y en la foto los empresarios. Todo parecía circunstancial y por lo tanto susceptible de cambiar. De manera que, aun cuando ellas eran muy nuevas en el mundo y no podían reconocer el caos destructor, tenían unas rendijas imaginarias por las que veían lo posible.

Juana vivía con Samuel desde hacía un año en un cuarto que alquilaron en un barrio popular. Para sus padres, que ella se fuera de casa y viviera con un hombre, había sido un duro golpe; no querían que sufriera, les preocupaba si comía o no, y su madre le llevaba un mercado cada semana y recogía su ropa para lavarla y devolvérsela con olor a jabón. Sentía que era lo menos que podía hacer. La situación económica de la familia nunca había sido estable pero que Juana pudiera ir a la Universidad era el sueño máximo que se había cumplido. Juana había crecido en una casa en eterna obra negra. Cuando se fue a vivir con Samuel, decía con felicidad “mi compañero” y nunca más deseó un marido como podrían haberlo deseado sus padres. Le gustaba levantarse apretada contra Samuel en una cama pequeña para dos, oír noticias en la radio muy temprano en la mañana mientras se bañaban, salir juntos para la universidad cogidos de la mano, encontrarse en el Jardín y besarse largo. En las noches cuando regresaban escuchaban las canciones de Mercedes Sosa o de Silvio Rodríguez. Al principio cuando Juana se fue a vivir con Samuel sentía que era feliz y añoraba el futuro, pero unos meses después ya no. Aun cuando no era feliz con Samuel, ella lo quería. Le gustaba escucharlo cuando hablaba de derecho y de política.

Alex no creía en Samuel y no eran celos. Es cierto que desde que Juana y Samuel estaban juntos ella estaba más sola y habían dejado de ir juntas cada semana al cineclub pero su afecto por Juana seguía intacto. Alex percibía a Samuel como materia inestable y volátil que podía convertirse en alguien inesperado, que podía cambiar de forma y que sus convicciones eran un traje acorde con la ocasión. Samuel no ayudaba con la renta de la habitación, no se preocupaba por llevar algo de comer y nunca tendía la cama ni arreglaba el cuarto, tampoco llegaba todos los días a dormir. En el catálogo de Alex, Samuel era forma sin contenido y alguna vez se había arriesgado a decirle a Juana, – Samuel es un habla- mierda. Juana, con una risita entre conciliadora y vergonzosa solo pudo decir: –Así lo quiero.

Empezaron a bajar las escaleras para salir del edificio de Ciencias Humanas y Alex pasó su brazo por la espalda de su amiga y le preguntó, ¿qué te pasa? ¿Qué paso? ¿Porque tan….tan? no sabía cómo calificar el ánimo de su amiga. Al fin atinó a decir: ¿tan…lejana? ¿Tan contenta?

-Tengo algo que contarte, he tomado decisiones estupendas pero algo difíciles en el proceso.

-Pues cuenta, le dijo curiosa Alex. Vamos por un cigarrillo o tal vez más…Me tienes preocupada.

Ahí iban un par de chicas de 21 o 22 años, camino al Jardín. A medida que bajaban, la escalera parecía una gran avenida de gente apretujada que iba en todas las direcciones sin orden aparente pero que no se chocaban. Un observador agudo vería danzantes practicando la coreografía diaria.

La puerta principal de Ciencias Humanas dejaba ver la panorámica total del jardín de Freud, el amplio prado y los árboles. En este punto, cuando los estudiantes traspasaban la puerta caían de inmediato en una trampa hipnótica que los llamaba hacía él. Salían como niños liberados por el recreo, gritones y deseantes; rescatados, entraban al Jardín de las Delicias de El Bosco, acomodándose cada uno en el tríptico sin la mínima conciencia de que eran los modelos del pintor. Juana y Alex caminaron hasta el quiosco de lata pintado de rojo y compraron un paquete de Pielroja. Alex tomo el encendedor pegado con una pita de la ventana del quiosco y encendió el cigarrillo de Juana, luego el suyo. Con el humo del cigarrillo se quemó un ojo que le lloró. Lo frotó con fuerza.

– Ya pasó, se dijo.

A las tres, el Jardín de Freud se llenaba y era difícil encontrar un espacio libre en el prado. Juana y Alex divisaron un hueco entre tantos grupos de chicos rumiando ideas, silenciosos o sonrientes. Era un árbol que parecía estar en el centro del sistema solar, era un lugar perfecto, sin intrusos.

Mientras iban rápidamente a sentarse para no perder el árbol, Juana y Alex pasaron por el lado de Lucía que con reserva se subía la falda y sacaba de la media pantalón una bolsa plástica con las ramitas secas pero olorosas de marihuana, mientras Ernesto vaciaba con destreza un cigarrillo Pielroja para luego rellenarlo con maestría y compartirlo con toda la tribu como signo de amor y unidad. Magdalena le pagaba a Lucía la marihuana, se despedían con un beso en la mejilla junto con un – gracias, nos vemos más tarde. Juana y Alex saludaban a la tribu y seguían hacia su árbol mientras Tomás hablaba con poca delicadeza pero en voz baja de las caderas de Juana. Juana miraba al horizonte y con cara de periscopio buscaba a Samuel. Alex tenía hambre y llegando al árbol dejó su morral y su chaqueta.

– Juana, olvidé comprar algo para comer. ¿Quieres algo?

– Sí, un paquete de patacones.

Cerca de la pared que separa la cafetería de Sociología del Jardín de Freud, se besaban Camila y Bernardo tirados sobre el pastal. Era un beso largo y desesperado como si un barco invisible estuviera a punto de partir con uno de ellos y nunca más pudieran volver a amarse. A Alex le gustaba Bernardo.

Desde la ventana de Sociología Andrés Camargo leía el Suicidio de Durkheim, mientras miraba a María que leía con sus amigas algo de Freud y se reían. María no conocía a Andrés Camargo. Ya desde ese momento, Andrés practicaba esa expresión docta y distante que quería tener cuando fuera profesor en alguna universidad.

Juana había tirado la mochila y la chaqueta al lado del árbol, como si hubiera alcanzado la cima del Everest y lo reclamara con una bandera. La imagen no le gustó, pero, el lugar era de ellas. Volvió a buscar en el horizonte a Samuel antes de sentarse, sabía que tenía que haber salido de clase. En ese entonces no existían los teléfonos celulares ni los portátiles; ni siquiera los imaginaban en el Jardín y eso que ese era un lugar para la imaginación. Juana se sentó dando la espalda al edificio de Ciencias Humanas, mirando hacia la puerta de Derecho. Era imposible que Samuel se le escapara.

Desde allí se podía ver lejano el edificio de la Facultad de Veterinaria con sus puertas grandes de entrada a los establos, mientras a su derecha, estaban los edificios de Derecho y de Sociología. A diferencia de las otras facultades que rodeaban el Jardín, el de Veterinaria y el de Derecho eran edificios viejos que hacían parte de la Ciudad Blanca como habían llamado a la universidad en los años 30. A pesar de la solemnidad de la facultad de Derecho con sus escaleras a la entrada y sus amplias puertas de madera que seguramente se habían inspirado en “El proceso” de Kafka, los grafitis y las consignas en color rojo y negro en las paredes externas, le daban un aire de actualidad. El edificio de Sociología, a su lado, inauguraba una época joven de la Universidad.

– A Samuel le encanta, pensó Juana con nostalgia como tratando de retener todo lo que la rodeaba.

Sociología era un edificio de ladrillo con grandes ventanales que abrían el interior al mundo. El interior era la cafetería de sociología y el mundo era el Jardín de Freud. Las mesas de la cafetería siempre estaban llenas y no faltaba aquella que se balanceaba hasta que alguien le metía una hoja de cuaderno doblada muchas veces en la pata más corta. Allí todos hablaban de libros o de política al calor de un tinto horrible preparado en cafetera y servido en una tasita ordinaria de color blanco que nadaba en un plato inundado por el café que se había regado. No siempre se podía distinguir quiénes eran los estudiantes y quiénes los profesores, todos con su pelos largos y desarreglados y barbas pobladas; o ellas, con aretes colgantes y pañoletas de colores.

Alex pedía en el quiosco un paquete de papas, uno de platanitos y un liberal que le entregaron en un trozo cuadrado de papel cortado con tijeras. Sus dedos se llenaron de azúcar y de anilina roja pero se veía delicioso. El quiosco estaba entre la Facultad de Odontología y la de Ciencias Humanas. Los estudiantes de odontología negaban ese mundo de caos que era el Jardín de Freud y habían construido una pared invisible que les permitía mantener su mundo ordenado, mientras en Ciencias Humanas zumbaban filósofos, antropólogos, psicólogos, lingüistas y las chicas de trabajo social (en ese tiempo con poca diversidad de género). Los de Ciencias Humanas también iban uniformados con sus bluejeans desgastados y sucios, sacos tejidos a mano o traídos de Perú y botas amarillas; la mochila arhuaca y la ruana eran símbolos. Imposible no decir que caían en clichés. Las chicas parecían flores con sus faldas de seda de colores rechinantes, las pañoletas estampadas y miles de chaquiras que colgaban del cuello, las orejas y sus manos.

Mientras esperaba a Alex, Juana había enrollado su chaqueta para acostarse extendida a ras de suelo, quería sentir el olor del pasto en su nariz. Antes de hacerlo echó otra mirada buscando a Samuel. Notó los dos toros que compartían el jardín con los estudiantes, ambos distantes uno del otro, uno amarrado a un árbol cerca de veterinaria y el otro cerca de Derecho. Eran bastante visibles por su gran tamaño y porque estaban mugiendo mientras se miraban con irritación.

-Cómo no los noté antes, se preguntó Juana, mientras se tiraba sobre la hierba y miraba el cielo azul perfecto e intentaba olvidar los mugidos de los toros para poder oír el sonido de las hojas cuando el viento las rozaba.

Los dos toros eran de raza Simmental y habían sido donados por la Universidad de Münich a la Facultad de Veterinaria. Recién llegaron los animales, habían producido curiosidad por su tamaño. Muchos estudiantes se paseaban por los corrales para ver aquellos cuerpos anchos y musculosos, su altura descomunal de bisontes prehistóricos y su mirada intraducible que llevaba automáticamente a pensar que se estaba en peligro. Pero, con el tiempo, la familiaridad con los animales hizo más relajados los protocolos y después de un tiempo los toros empezaron a pastar en el campus, cerca de los estudiantes o mejor, entre los estudiantes. Claro está, los toros no pastaban cerca uno del otro, de manera que mientras uno estaba en los prados de la facultad de Química el otro estaba cerca del Estadio de futbol o cerca de Artes. Cada uno tenía un campo inmenso donde disfrutaba de una vida más natural al aire libre, amarrado a un árbol con un lazo largo que parecía la correa de una mascota. Se podría decir que, mientras pastaban con los estudiantes, se producía la ficción de que la naturaleza tenía el mismo lugar que el humano universitas.

Alex llegó con el paquete de platanitos para Juana, el paquete de papas que ya había abierto y el liberal. Se sentó al lado de Juana y cruzó las piernas. Se lamió los dedos para limpiarse el azúcar y la anilina que le había dejado el liberal. Juana se incorporó para hablar cara a cara con Alex. Mientras, continuaban los mugidos de los toros pero nadie los escuchaba.

– Ahora sí, dime que es lo que pasa. Dice Alex.

Juana toma aire y le sonríe.

– He decidido dejar la universidad.

Alex sintió que una piedra caía dentro de su estómago.

– ¡Pero Juana, nos faltan sólo tres semestres para terminar la carrera! ¿Por qué? ¿Estás segura?. La mira con incredulidad. -¿Es una broma, verdad?

– No, no es una broma. Claro que estoy segura.

– Pero si la antropología te encanta. Hay tantas cosas que podemos hacer ¿Es por culpa de Samuel?

– No, no Alex, tranquilízate. No es por Samuel, es por mí, tú lo sabes. No me siento bien, todo es tan obscuro. Quiero irme a recorrer pueblos, a estar con la gente, quiero entender porque nos matamos y los libros no me ayudan. Quiero hacer algo, enseñar en una escuela, no sé.

– Cómo se te ocurre que puedes salir a recorrer los pueblos ¿en donde crees que vives? ¿Con quién te vas a ir? pregunta Alex.

– Con unos amigos.

– Con unos amigos que yo no conozco. No te creo. Por qué no me cuentas la verdad. ¿Cuánto tiempo te vas a demorar, cuándo regresas?

– No quiero, no es importante que lo sepas. No hagas esto más difícil por favor. Solo quiero darte mis aretes y quiero que te quedes con “La Vorágine” que amamos leer juntas.

– No me gustan tus aretes, dijo Alex con rabia, no me quedan bien y será muy difícil volver a leer “La Vorágine” sin sentir rabia.

– Bien, entonces solo guárdamelos. Además, quiero pedirte un favor muy importante. Quiero que visites a mis padres “de vez en vez, de dos en dos y de 7 a 9” como en la canción de Serrat y sonrió.

– Pero ¿cuándo vas a volver? ¿Qué les has dicho?

– Voy a volver pronto pero ellos aún no saben que me marcho. Entrégales esta carta, por favor. Ahí les explico y me despido….No te preocupes, les digo que tú no sabes nada.

– Eres una cobarde. ¿Por qué no les has dicho que te vas? Juana no te vayas, no importa lo que te haya hecho o lo que te haya dicho Samuel. No te vayas.

– Samuel no tiene nada que ver con esta decisión Alex. Tú y yo hemos hablado mucho sobre el haber dejado de creer en lo que creían nuestros padres y tengo que darte la razón en que no dejamos de ser creyentes en otros sentidos. Me voy porque creo que puedo hacer otras cosas por cambiar este infierno.

Luego, un largo silencio. En el fondo los toros siguen mugiendo.

– ¿Cuándo te vas? Pregunta Alex.

– Hoy.

Ninguna de las dos tocaron las papas, los platanitos ni el liberal. Una abeja rondaba el azúcar pero ninguna de las dos se preocupó por espantarla. Alex abrazó a Juana y empezó a llorar, no solo porque se despedía sino también porque sentía miedo, el miedo que le hacía falta sentir a Juana frente a semejante decisión. Era cierto que su mundo era aspirado por la destrucción, que el caos existía y no era normal, ni circunstancial. Alex lo vivía como un presentimiento. Juana le había dicho que seguramente era el preludio de la menstruación pero Alex como Juana sabían que las rendijas por donde miraban se estaban cerrando y cada vez era más difícil imaginar el futuro. Alex quería decirle que era cuestión de adaptación pero era incapaz de decir semejante estupidez.

Después de un rato de estar juntas en silencio. Juana se levantó, recogió sus cosas y le envió un beso a distancia a Alex. Se sonrió y le deseó que tuviera las mejores tiradas del mundo. Ambas se rieron. Alex le deseo lo mismo y Juana le dijo:

– Claro, yo también seguiré buscando a mi “Vadinho”….

– Santos Guimaraes…dice Alex, con la voz cortada.

– Juana le repitió: no olvides visitar a mis padres.

Alex recordaría ese momento el día que se graduó de antropóloga. Había hecho su tesis sola. Trabajaría como antropóloga forense en su país de desaparecidos y de NNs. Tendría una hija que llamaría Juana pero nunca le revelaría de donde venía su nombre. Amaría a su hija como a nadie y la enviaría muy joven fuera del país. Visitaría a los padres de Juana durante 10 años y nunca los volvería a ver. Usaría los aretes con los que también se veía linda. No volvería a leer nunca más “La Vorágine”. Tendría buenos y malos amantes, eso es imprevisible. Tendría sólo un amor, para qué más.

Alex se levantaría y recogería sus cosas. Los toros seguían mugiendo pero no los escuchaba, nadie los escuchaba. Lo último que escuchó Alex de su amiga fue – Voy a buscar a Samuel, tengo que hablar también con él y siguió en dirección a Derecho.

Alex fue en dirección contraria. Iba llorando. Seguía por un camino hecho por las pisadas de todos y regresaba a Ciencias Humanas. Iban a ser las cuatro de la tarde cuando se oyó el golpe de los cuernos de los toros chocando. ¿Habían roto los lazos? ¿los habían desamarrado? ¿Era previsible pero ninguno lo previó?. El jardín quedó en silencio un segundo, mientras todos, con excepción de Andrés Camargo, miraban en la misma dirección. Se veían las bestias que chocaban los cuernos con furia y el estruendo de espadas vikingas. Tomás, Ernesto y el resto de la tribu ya tenían la felicidad tonta de la marihuana y sus ojos eran chicos y rojos, sus movimientos lentos y torpes, y no pasó por sus cabezas que lo que veía cada uno lo veían todos. Sólo atinaron a reír a carcajadas sin buscar el escape. Camila y Bernardo que minutos antes yacían exhaustos después del toque-toque rompieron su hibernación con el grito histérico de Camila que traspasó como un cuchillo el oído de Bernardo. Su corazón se volvió a acelerar pero no de excitación sino de miedo. Bernardo echó a correr sólo, ahora eran desconocidos.

Alex se volteó buscando a Juana antes de empezar a correr. No la vio. Dudó si debía buscarla. No lo hizo, sólo empezó a correr en dirección de Ciencias Humanas. Ahora podía llorar con más libertad, ahora sabía que el caos existía de verdad y que alguien había soltado las bestias para que todos estuvieran solos y sintieran miedo, mucho miedo.

Mientras tanto, María y sus amigas estaban lejos de la batalla de los animales, pero sentían que las iban a alcanzar. Eran cientos los que corrían y sentían que no había burladero posible. Todos, todos dejaron mochilas, chaquetas y libros en el suelo, ni Kant, ni Marx, ni Hegel ni Freud se salvaron de ser pisoteados por la estampida de humanos. Todos, todos entraron atropellándose a la Facultad de Ciencias Humanas con excepción de Ernesto y la tribu. Todos subieron al segundo piso, luego al tercero y luego al cuarto, Alex entre ellos. Juana había divisado todo lo ocurrido desde veterinaria Mientras tanto, Samuel que estaba besando a Esperanza, había logrado esconderse de Juana sin que Esperanza sospechara. Más tarde saldría de un arbusto, tal vez buscaría a Juana, seguramente inventaría algo sobre su paradero y acariciaría la espalda de Juana mientras escuchaba la historia de los monstruos que Juana tendría que contarle, pero no la encontró, ya nadie le volvió a contar historias.

Abril 2021

La imagen aquí utilizada es tomada del artículo “Amérika en el jardín de Freud” de Paola Torres en la Revista Contestarte.  En ese interesante documento puedes encontrar detalles sobre la construcción de “Amérika”, la emblemática escultura que acompañó a generaciones de estudiantes en el jardín de Freud. 

Disponible en: https://revistacontestarte.com/amerika-en-el-jardin-de-freud/